Manual para atrapar a un Esposo

Capítulo 9

La ciudad nos recibió sin fuegos artificiales, pero con esa indiferencia sabia que tienen los lugares cuando deciden perdonar. Era temprano, el cielo apenas despertaba, y el taxi se abrió paso entre calles húmedas que olían a pan y a lunes. Las luces de los semáforos parpadeaban como párpados perezosos. Yo apoyé la cabeza en su hombro, con la maleta entre las rodillas y el cansancio dulce que dejan los días buenos. Él jugaba con mis dedos, sin hablar. No hacía falta.

Regresar no dolía. Era extraño, pero no dolía. Tal vez porque no estábamos huyendo, sino volviendo. Volviendo con el mar todavía pegado en la piel, con los gestos limpios, con esa calma que uno no compra ni disfraza. Cuando el taxi se detuvo frente al edificio, la ciudad se estiró y nos dejó pasar sin juicio. Subimos en silencio, como dos conspiradores que cargan un secreto demasiado bonito para contarlo.

La casa nos olió y nos reconoció. El aire estaba quieto, como si hubiera esperado nuestra respiración para retomar el movimiento. La taza azul y la roja seguían en su lugar; el tomillo de la vecina había florecido sin permiso. Abrí la ventana y el sol se coló sin educación. Él dejó la guitarra en su esquina y me abrazó desde atrás, apoyando la barbilla en mi hombro.

—¿Escuchas eso? —murmuró.

—¿Qué?

—Nada. Es la paz. Hacía años que no hacía tanto ruido.

Reí bajito, giré el rostro y le di un beso en la mejilla. Era nuestra manera de firmar el regreso.

Desempaqué despacio. Ropa con olor a sal, el mapa de la cala doblado con torpeza, un par de conchas marinas que había jurado no traer y traje igual. Él puso agua al fuego, como si la casa tuviera hambre. Encendió la radio. Una voz anónima hablaba de política, de tráfico, de cosas que antes me importaban más. Cambié el dial. Sonó una canción vieja, una de esas que nadie admite conocer y todos saben tararear.

Bailamos en la cocina, con la maleta abierta de testigo y las cortinas celebrando. No era un baile bonito; era un baile honesto. Con risas, con choques de rodillas, con besos interrumpidos por carcajadas. La cafetera chilló celosa. La vida, a veces, es tan simple como saber cuándo detener el baile para que el café no se queme.

Desayunamos con la torpeza habitual: pan tostado, mantequilla que se resiste, mermelada que se escapa, dos risas que arreglan el desastre. Él me miró mientras untaba otra tostada.

—Deberíamos hacer esto siempre —dijo.

—¿Desayunar?

—Volver. A cualquier parte, aunque sea de la cocina al sofá. Pero volver.

—Prometido —contesté, y brindamos con café.

Después del desayuno, abrí el correo. El mundo, amable, nos había dejado un par de mensajes. Uno de su madre, con una foto de las flores más abiertas y un texto breve: “La casa huele distinto. Gracias.” Otro de mi periodista preferido: “El público se aburrió. El silencio es tendencia.” Sonreí. Por fin, la calma se había vuelto noticia.

El timbre sonó a media mañana. Él me miró con esa expresión de “te prometo que no pedí pizza”. Fui a abrir. Era la vecina del tercero, la santa del tomillo, con una sonrisa traviesa y un paquete en las manos.

—Vi la tele —dijo sin drama—. Y vi que sobrevivieron. Les traje algo para la celebración.

Era un pastel improvisado, con glaseado irregular y aroma a vainilla casera. Lo recibió con un beso en la mejilla. Ella sonrió, le tocó el brazo como se toca a los hijos prestados y se fue dejándonos con el olor dulce y el corazón tibio.

Comimos pastel a cucharadas, sentados en el suelo, como adolescentes que no tienen modales ni ganas de tenerlos. El azúcar nos subió a la cabeza y empezamos a planear tonterías: pintar la pared del balcón de azul, adoptar un gato, escribir un libro de recetas que no funcionen, crear un diccionario de palabras inventadas.

—La mía —dijo él— es “descansarte”. No significa dormir. Significa quedarme quieto en ti hasta que el ruido se rinda.

—Te gano —repliqué—. La mía es “reírnosía”: enfermedad contagiosa causada por la presencia prolongada de tu estupidez.

Nos miramos y estallamos en una carcajada larga, de esas que hacen que todo parezca posible.

Pasó el mediodía, y el sol se acomodó sobre la mesa. Yo abrí el cuaderno y escribí sin pensar: “El amor se parece a una casa que huele a pan y a promesas cumplidas.” Él leyó por encima de mi hombro.

—Eso es plagio —dijo—. De nosotros.

—Entonces tenemos derechos de autor compartidos.

—Me gusta eso. —Sonrió—. Compartir.

Las horas se deslizaron como si tuvieran su propio reloj. Limpiamos sin limpiar, ordenamos sin plan, cocinamos sin recetas. A media tarde, sonó el teléfono. Era un número desconocido. Dudé. Contesté.

—¿Sí?

—Buenas tardes, habla el señor Ramírez del Canal 7. Estamos haciendo un especial sobre “historias de amor reales”. Nos encantaría…

Colgué antes de que terminara. Él levantó una ceja.

—¿Era importante?

—Era televisión. Eso responde tu pregunta.

—¿Y qué te ofrecían?

—Un decorado.

—Tenemos mejores decorados —dijo, señalando la mesa, el pastel y su sonrisa.

La tarde se volvió lenta y cómoda. Subimos al techo con dos tazas de té y la guitarra. Las nubes jugaban a inventar formas absurdas. Le encontré una que parecía un gato con alas. Él dijo que veía un corazón torcido, y me pareció mejor.

—¿Sabes? —dijo después de un rato—. Me asusta lo fácil que se volvió quererte.

—Eso es porque ya no te resistes.

—No —corrigió—. Es porque me di cuenta de que el amor no necesita pelea para ser verdad.

Nos quedamos en silencio. Y en ese silencio, el amor hizo ruido.

Más tarde, bajamos con hambre y sin planes. Decidimos cenar pizza otra vez. Siempre pizza, porque la pizza sabe a casa. Pedimos la más absurda del menú: con piña, champiñones y queso de cabra. Nos reímos de la elección.

—Esto es casi un crimen gastronómico —dije.

—Perfecto. Toda gran historia de amor necesita un delito compartido.




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