Marina no iba a volver a esa clase.
Había tomado la decisión mientras se lavaba los dientes esa mañana, mirándose en el espejo del baño con la determinación de alguien que acababa de resolver un problema complicado. Literatura Contemporánea Argentina podía vivir perfectamente sin ella, y ella podía vivir perfectamente sin las ganas raras que le había dejado una conversación de una hora con un desconocido.
Pero el miércoles a las dos de la tarde, sus piernas la llevaron directamente al aula 302.
"Solo para ver si realmente era tan fácil como parecía", se dijo mientras subía las escaleras. "Para confirmar que los créditos van a ser gratis."
Sebastián ya estaba ahí. Mismo asiento, mismos auriculares, misma expresión de resignación existencial. Cuando la vio entrar, levantó una ceja con algo que podría haber sido sorpresa o alivio.
—Pensé que ibas a desertar —dijo cuando ella se sentó a su lado.
—Pensé lo mismo —admitió Marina, sacando la misma libreta que no había usado la clase anterior—. Pero resulta que soy más predecible de lo que me gusta creer.
—¿O sea que volviste por los créditos?
Marina lo miró de reojo. Había algo en la pregunta que sugería que él sabía que la respuesta era más complicada.
—Volví porque... —empezó, y se detuvo. Porque la verdad era que había vuelto por él, por la facilidad extraña de su conversación, por la curiosidad de saber si había sido casualidad o si realmente podían hablar así—. Sí, por los créditos.
—Mentirosa.
—¿Perdón?
—Volviste porque querías ver si se repetía —dijo Sebastián, con una sonrisa que no era del todo amable pero tampoco cruel—. Es lo que hacemos todos cuando algo nos resulta fácil. Intentamos probarlo de nuevo.
Marina se sintió expuesta, como si él hubiera leído sus pensamientos del espejo del baño.
—¿Y vos? —contraatacó—. ¿También volviste para ver si se repetía?
—Yo volví porque necesitaba confirmar que la clase anterior no había sido un sueño febril inducido por el aire acondicionado.
Esta vez fue Marina la que se rió sin permiso.
La profesora comenzó a hablar sobre realismo mágico, y ellos automáticamente volvieron a su sistema de comunicación por notas escritas. Pero había algo diferente. Los comentarios eran más afilados, más específicos, como si estuvieran tratando de impresionarse mutuamente.
Marina escribió: "¿Crees que García Márquez alguna vez tomó una clase tan aburrida que inventó el realismo mágico para escaparse mentalmente?"
Sebastián respondió: "Plot twist: toda Macondo es en realidad esta aula vista desde la perspectiva de alguien que se quedó dormido en la tercera fila."
Cuando terminó la clase, salieron juntos otra vez. Pero esta vez, Sebastián se detuvo en la puerta.
—¿Querés tomar algo? —preguntó, y Marina notó que había tardado un segundo de más en hacer la pregunta, como si hubiera estado ensayándola.
Debería haber dicho que no. Debería haberse acordado de la regla que había escrito dos días antes. Pero en lugar de eso, asintió.
—Conozco un lugar —dijo.
Terminaron en una cafetería pequeña que olía a café quemado y tenía mesas que se tambaleaban. Marina pidió un té que no quería, Sebastián pidió un cortado que tampoco necesitaba. Se sentaron uno frente al otro y de repente el silencio se sintió diferente. Más cargado.
—¿Esto cuenta como repetir el momento? —preguntó Marina, removiendo su té sin tomarlo.
—¿Qué momento?
—El de conocerse. El de hablar como si fuera fácil.
Sebastián la miró por encima de su taza.
—¿Te parece que es lo mismo?
—No —admitió ella—. Se siente más... intencional.
—¿Eso es malo?
Marina no supo qué responder. Porque la intención era exactamente lo que la asustaba. La casualidad se podía ignorar, pero la intención requería decisiones.
—No sé —dijo finalmente—. Todavía estoy decidiendo.
Hablaron por una hora de cosas que no importaban y de otras que importaban demasiado. Sebastián le contó que estudiaba algo que no le gustaba para complacer a padres que no lo entendían. Marina le contó que había elegido esa carrera porque sonaba lo suficientemente seria como para que la dejaran en paz, pero lo suficientemente vaga como para no comprometerse con nada específico.
—¿Y qué vas a hacer cuando te recibas? —preguntó él.
—No tengo idea —respondió Marina—. ¿Y vos?
—Probablemente algo que odio pero que paga bien.
—Qué optimista.
—Qué realista.
Cuando llegó el momento de irse, ninguno de los dos se movió inmediatamente. Se quedaron sentados, con las tazas vacías, como si levantarse fuera admitir que eso tenía que terminar.
—¿Vamos a seguir haciendo esto? —preguntó Sebastián finalmente.
—¿Qué? ¿Tomar café después de una clase que no nos gusta?
—Conocernos de a pedazos.
La pregunta quedó flotando entre ellos. Marina sintió que era el momento de ser honesta de nuevo, de decir que no sabía, que le daba miedo, que había empezado a escribir reglas absurdas para no enamorarse de él.
En lugar de eso, dijo:
—Supongo que eso depende de si seguimos viniendo a clase.
Sebastián sonrió. Una sonrisa real esta vez, sin medias tintas.
—Entonces nos vemos el lunes.
Esa noche, Marina agregó una nueva línea a su documento:
Regla #2: No repitás momentos. La memoria es traicionera y el cuerpo no olvida.
Pero mientras lo escribía, sabía que ya era demasiado tarde. Porque ya había repetido. Y ya tenía ganas de repetir otra vez.