El lunes no fue a clase.
Marina se despertó con la intención de ir, incluso se vistió y preparó el bolso. Pero mientras desayunaba, empezó a pensar en la conversación del café. En la pregunta que había quedado flotando. En la sonrisa de Sebastián cuando dijo "nos vemos el lunes", como si fuera una promesa que ella había aceptado sin darse cuenta.
La ansiedad llegó de golpe, esa sensación familiar de estar parada al borde de algo que podía salir muy mal. Así que en lugar de ir a clase, se quedó en casa reorganizando su habitación y convenciéndose de que necesitaba un día para pensar.
El problema con no ir fue que se pasó todo el día pensando exactamente en lo que quería evitar.
¿Habría ido Sebastián? ¿Habría notado su ausencia? ¿Habría esperado a que apareciera, o habría asumido que ella había decidido no repetir más momentos?
Se imaginó las respuestas y todas la hicieron sentir peor.
El miércoles sí fue. Llegó cinco minutos antes de que empezara la clase, lo que era una rareza para ella. Sebastián ya estaba en su lugar de siempre, pero esta vez tenía los auriculares completamente puestos y no la miró cuando entró.
Marina se sentó a su lado, sacó su libreta, y esperó. Esperó a que él la saludara, a que le preguntara dónde había estado, a que retomaran su rutina de comentarios escritos.
Nada.
La clase transcurrió en un silencio tenso. Sebastián tomaba notas reales, prestaba atención genuina a lo que decía la profesora, como si hubiera venido exclusivamente por la educación. Marina fingió hacer lo mismo, pero en realidad estaba escribiendo líneas sin sentido mientras pensaba qué decir.
Cuando terminó la clase, él guardó sus cosas metódicamente y se levantó para irse. Marina sintió una punzada de pánico.
—¿Estás enojado? —le preguntó, alcanzándolo en el pasillo.
Sebastián se detuvo, se quitó los auriculares, y la miró con una expresión que era difícil de leer.
—No —dijo—. Solo pensé que habías decidido que repetir no era buena idea.
—¿Y eso te molesta?
—No me molesta. Me confunde.
Había algo en su tono, una honestidad directa que Marina no esperaba. No estaba siendo pasivo-agresivo ni dramático. Solo estaba... dolido.
—No sabía cómo venir —admitió ella—. Me quedé en casa pensando que tal vez habíamos empezado algo que no sabía cómo continuar.
—¿Y ahora sabés?
Marina miró hacia el pasillo, lleno de estudiantes que caminaban con propósito hacia lugares específicos. Envidiaba esa claridad.
—No —dijo—. Pero decidí que prefería no saber acá, con vos, que no saber sola en mi casa.
Sebastián la estudió por un momento, como si estuviera evaluando si eso era suficientemente honesto.
—¿Querés caminar? —preguntó finalmente.
Salieron del edificio sin un destino específico. El campus era grande y tenía senderos que llevaban a todos lados y a ninguno. Caminaron por uno que bordeaba el estacionamiento, pasando por bancos donde otros estudiantes comían lunch o estudiaban al aire libre.
—¿Por qué no viniste el lunes? —preguntó Sebastián después de unos minutos de silencio.
—Porque me dio miedo —dijo Marina, y se sorprendió de lo fácil que había sido decirlo.
—¿Miedo de qué?
—De que fuera demasiado fácil seguir viéndote. De que empezara a esperarlo.
—¿Y eso sería tan malo?
Marina se detuvo bajo un árbol que tenía hojas amarillas. Era uno de esos días de otoño donde el aire era fresco pero el sol aún calentaba.
—Una vez leí que cuando algo se siente muy natural muy rápido, es porque probablemente va a doler cuando se termine —dijo—. Y esto se siente muy natural.
Sebastián se recostó contra el árbol, con las manos en los bolsillos.
—¿Quién escribió eso?
—No me acuerdo. Tal vez me lo inventé. Invento muchas frases que suenan sabias para justificar por qué me da miedo lo que me gusta.
—¿Y funciona?
—Generalmente sí. Hasta ahora.
—¿Hasta ahora?
Marina lo miró. Tenía esa expresión concentrada que ponía cuando estaba tratando de entender algo complicado.
—Hasta ahora, que me quedé en casa el lunes y me sentí peor que si hubiera venido y hubiera pasado lo que fuera que tenía miedo de que pasara.
Sebastián sonrió, y esta vez fue una sonrisa completa.
—¿Sabés qué? Yo también me inventé una excusa para no decirte que esperé hasta que terminó la clase para ver si aparecías al final.
—¿En serio?
—En serio. Me quedé ahí como un idiota, fingiendo que ordenaba mis cosas, por si acaso llegabas corriendo con alguna historia sobre tráfico o alarmas que no sonaron.
Marina sintió algo cálido en el pecho, una mezcla de alivio y algo que no quería nombrar todavía.
—Somos un desastre —dijo.
—Sí —acordó él—. Pero al menos somos un desastre honesto.
Siguieron caminando. Esta vez, cuando llegaron a una bifurcación en el sendero, eligieron el camino más largo.
Esa noche, Marina abrió su documento y escribió:
Regla #3: No te vayas sin cerrar bien las puertas. Las personas que no sabés si querés volver a ver, suelen volver.
Pero mientras lo escribía, se dio cuenta de que la regla llegaba tarde. Porque la puerta ya estaba abierta, y Sebastián ya había vuelto, y ella ya no estaba segura de querer cerrarla.