Manual para no enamorarse de vos

Regla #6: No confundás el deseo de compañía con el de cercanía.

Se encontraron en el parque que estaba a mitad de camino entre las casas de ambos. Marina llegó primero y se sentó en una banca bajo un árbol que ya había perdido casi todas sus hojas. Era uno de esos domingos de otoño donde el sol calentaba pero el viento recordaba que el invierno venía en camino.

Sebastián apareció diez minutos después, con dos cafés en vasos de papel.

—Pensé que tal vez necesitabas cafeína para el manual de autoayuda —dijo, sentándose a su lado.

—¿Cómo sabías que iba a estar acá?

—No sabía. Pero si no estabas, me iba a tomar los dos cafés e iba a fingir que había sido mi plan desde el principio.

Marina se rió. Era el tipo de respuesta que ella habría dado.

—¿Y qué íbamos a practicar? —preguntó, aceptando el café.

—No sé. Ser honestos sin que duela tanto, supongo.

Se quedaron en silencio por un momento, mirando a una familia que intentaba volar un barrilete en una tarde con poco viento. El niño corría en círculos mientras los padres gritaban instrucciones contradictorias.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Marina.

—Claro.

—¿Por qué te cuesta tanto quedarte en un lugar? Emocionalmente, digo.

Sebastián tardó en responder. Tomó un sorbo largo de café, como si necesitara tiempo para pensar.

—¿Cómo sabés que me cuesta?

—Por la forma en que hablás de las cosas. Como si siempre estuvieras evaluando la salida más cercana.

—Tal vez porque generalmente lo estoy haciendo —dijo él, mirando hacia el suelo—. ¿Y vos? ¿Por qué asumís que todo el mundo se va a ir?

La pregunta la agarró desprevenida.

—¿Tan obvio es?

—Todas tus reglas son formas de prepararte para que la gente desaparezca.

Marina sintió algo incómodo en el pecho. No le gustaba ser tan fácil de leer.

—No es que asuma que se van a ir —dijo—. Es que... prefiero estar preparada.

—¿Para qué?

—Para no sentirme como una idiota cuando pase.

Sebastián la miró.

—¿Te sentiste como una idiota muchas veces?

Marina pensó en Tomás. En cómo había llenado todos sus espacios, cómo había empezado a planificar actividades pensando en él, cómo había interpretado cada gesto como una promesa. Y en cómo, cuando desapareció, se había dado cuenta de que había sido la única viviendo esa relación.

—Una vez fue suficiente —dijo.

—¿Qué pasó?

Marina le contó sobre Tomás. No todo, pero sí lo esencial. Cómo había aparecido y desaparecido, cómo ella había confundido intensidad con conexión real, cómo había tardado meses en entender que él nunca había estado realmente presente.

—El problema no fue que se fuera —dijo, rompiendo una hoja seca que había caído sobre la banca—. El problema fue que yo creí que estábamos construyendo algo juntos, y él solo estaba matando tiempo.

—¿Y pensás que eso es lo que estoy haciendo yo?

La pregunta quedó flotando entre ellos. Marina la sintió como un examen que no sabía si quería aprobar o reprobar.

—No lo sé —respondió—. A veces me parece que sí estás acá. Y otras me parece que estás pensando en cómo irte sin lastimar a nadie.

Sebastián no negó la acusación inmediatamente, lo cual le dio a Marina más información de la que esperaba.

—Tenés razón —dijo finalmente—. Pero no es personal. Es que... nunca aprendí la diferencia entre estar acompañado y estar cerca de alguien.

—¿Cómo es eso?

—Mi familia siempre estaba junta, pero nunca realmente presente. Cenar todos en la misma mesa pero cada uno en su celular. Estar en la misma casa pero nunca hablarnos de nada que importara. Aprendí que estar con gente no significa conocerlos.

Marina asintió. Eso explicaba muchas cosas.

—¿Y conmigo? ¿Sentís que estás acompañado o cerca?

Sebastián la miró directamente.

—Las dos cosas. Y eso me asusta.

—¿Por qué?

—Porque cuando estoy cerca de alguien, empiezo a querer cosas. Y cuando quiero cosas, la gente se siente presionada. Y cuando se sienten presionadas, se van.

—¿Qué tipo de cosas querés?

—Cosas simples. Saber cómo fue tu día. Contarte cómo fue el mío. Que me escribas cuando algo te parece gracioso. Que me preguntes qué estoy leyendo. Cosas que probablemente son normales pero que a mí me parecen enormes porque no estoy acostumbrado.

Marina sintió algo moverse en su pecho. No era pena, sino reconocimiento.

—¿Sabés qué? Yo quiero esas mismas cosas —dijo—. Pero las quiero y al mismo tiempo las tengo pavor, porque cuando empezás a querer esas cosas de alguien, esa persona tiene poder sobre vos.

—¿Y eso es malo?

—Es vulnerable.

Se quedaron en silencio otra vez. La familia del barrilete había logrado que volara por fin, y el niño gritaba de alegría mientras corría manteniendo la cuerda tensa.

—¿Podemos hacer un experimento? —preguntó Sebastián después de un rato.

—¿Qué tipo de experimento?

—Uno donde admitimos que queremos esas cosas simples, y vemos qué pasa si no nos preparamos para el fracaso.

Marina lo pensó. Era aterrador y tentador al mismo tiempo.

—¿Y si sale mal?

—¿Y si sale bien?

—No tengo mucha experiencia con cosas que salen bien.

—Yo tampoco. Pero tengo mucha experiencia con cosas que salen mal porque las saboteé antes de darles una oportunidad.

Marina miró el barrilete que danzaba contra el cielo gris.

—¿Cómo sería ese experimento?

—No sé. Tal vez... contarnos cómo fue nuestro día cuando queramos hacerlo. Escribirnos cuando algo nos parece gracioso. Preguntarnos qué estamos leyendo. Y cuando tengamos ganas de escaparnos, decirlo en vez de desaparecer.

—Suena aterrador.

—Sí. Pero también suena más honesto que lo que hemos estado haciendo.

Marina terminó su café y jugó con el vaso vacío.

—¿Y las reglas?

—¿Qué reglas?

—Mi manual. Para no enamorarse de vos.

Sebastián sonrió.

—Tal vez podés escribir un manual nuevo. Para saber cuándo vale la pena el riesgo.




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