De vuelta en el departamento de Marina, se sentaron en el sillón con una distancia de exactamente dos almohadones entre ellos. Como si inconscientemente hubieran acordado que esa conversación necesitaba espacio físico para respirar.
Marina tenía las piernas cruzadas, jugando con el borde de un almohadón. Sebastián estaba recostado contra el respaldo, pero tenso, como si estuviera listo para saltar si era necesario.
—Está bien —dijo Marina después de un silencio que duró demasiado—. ¿Cómo empezamos esta conversación?
—¿Con honestidad brutal? —sugirió Sebastián.
—¿Esa no es nuestra especialidad ya?
—Sí, pero esta vez se siente diferente.
Marina asintió. Tenía razón. Una cosa era ser honesto sobre miedos y patrones de comportamiento. Otra cosa era ser honesto sobre sentimientos que podían cambiar todo.
—Está bien —dijo ella—. Honestidad brutal. Ayer te dije que creo que me estoy enamorando de vos.
—Sí, me acuerdo.
—¿Y qué pensaste cuando lo leíste?
Sebastián se movió en el sillón, acomodándose para mirarla directamente.
—Pensé que quería decirte lo mismo, pero que tenía miedo de que fuera demasiado pronto o demasiado intenso.
—¿Lo mismo qué?
—Que yo también creo que me estoy enamorando de vos.
Marina sintió algo soltándose en su pecho. No era alivio exactamente, sino algo más parecido a la confirmación. Como cuando finalmente encontrás la palabra exacta que estuviste buscando.
—¿Y te da miedo? —preguntó.
—Me aterroriza —admitió él—. Pero no del modo que me daba miedo antes.
—¿Cuál es la diferencia?
—Antes me daba miedo porque significaba que tenía algo que perder. Ahora me da miedo porque significa que tengo algo que proteger.
Marina procesó eso.
—¿Y yo? ¿Soy algo que querés proteger?
—Sos algo que quiero proteger, pero también alguien con quien quiero construir algo que valga la pena proteger juntos.
Marina se descruzó las piernas y se acercó un almohadón. No para eliminarlo completamente, pero sí para acortar la distancia.
—¿Qué tipo de algo?
—No sé todavía. Algo que sea nuestro. Algo que funcione para vos y para mí, aunque no se parezca a lo que tienen otras personas.
—¿Te molesta no saber cómo se ve eso?
Sebastián se rió.
—Hace tres meses, no saber cómo se veía algo me habría hecho huir despavorido. Ahora... no sé, me parece que las mejores cosas que me han pasado fueron cosas que no sabía cómo iban a ser.
—¿Como qué?
—Como vos. Como esto. Como descubrir que puedo estar asustado y presente al mismo tiempo.
Marina sintió algo cálido expandiéndose desde su estómago.
—¿Puedo decirte algo sin que te asustes?
—Podés intentarlo.
—Me gusta cómo sos cuando estás asustado pero presente. Me gusta que no finjas que tenés todo resuelto.
—¿En serio?
—En serio. Es sexy la honestidad emocional.
Sebastián se sonrojó de una forma que Marina encontró completamente adorable.
—¿Sexy?
—Muy sexy. El otro día, cuando le dijiste a mi mamá que estabas tratando de ser lo suficientemente valiente para merecerme... casi se me cae el vino.
—Pensé que te había dado vergüenza ajena.
—Me había dado vergüenza ajena que fuera tan romántico en frente de mi familia. Pero el tipo bueno de vergüenza ajena.
—¿Existe la vergüenza ajena buena?
—Sí. Es cuando alguien dice algo tan honesto que te da pudor, pero también te hace querer besarlo.
El aire se espesó entre ellos. Marina se dio cuenta de lo que había dicho recién después de decirlo.
—¿Querías besarme en la cena familiar? —preguntó Sebastián, con una sonrisa que era mitad diversión, mitad incredulidad.
—Quería besarte desde antes de la cena familiar —admitió Marina—. Quería besarte cuando trajiste flores para mi mamá. Quería besarte cuando te pusiste nervioso por las preguntas de mi papá. Quería besarte cuando te reíste de la historia de cuando me perdí en el shopping a los siete años.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Porque besarte iba a hacer que todo esto fuera más real. Y no estaba segura de estar lista para que fuera más real.
—¿Y ahora estás lista?
Marina lo miró. Sebastián tenía esa expresión atenta que ponía cuando algo le importaba mucho, pero también había algo nuevo. Algo que se parecía a la confianza.
—Creo que sí —dijo—. Pero tengo una pregunta primero.
—Dale.
—¿Esto va a cambiar las cosas entre nosotros?
—¿Qué cosas?
—La forma en que hablamos. La honestidad. El hecho de que podemos estar en el mismo espacio sin que sea raro.
—¿Querés que cambie?
—No. Me gusta lo que tenemos. Pero también quiero más.
—¿Más qué?
Marina se movió para quedar más cerca. Ya no había almohadones entre ellos.
—Más cercanía. Más intimidad. Más... vos.
—¿Y creés que eso va a arruinar lo que ya tenemos?
—No sé. ¿Vos creés?
Sebastián estiró su mano y la puso sobre la de Marina.
—Creo que lo que ya tenemos es lo suficientemente sólido como para soportar más. Y creo que los dos queremos más.
—¿Entonces qué hacemos?
—Creo que... —Sebastián se detuvo, respiró hondo—. Creo que podemos dejar de analizarlo tanto y ver qué pasa.
—¿Así nomás?
—Así nomás.
Marina miró sus manos entrelazadas, después lo miró a él.
—Está bien —dijo—. Pero si esto se vuelve raro, podemos volver atrás, ¿sí?
—¿Volver atrás cómo?
—No sé. Fingir que esta conversación nunca pasó. Volver a ser... lo que éramos antes.
Sebastián la miró con una expresión que era suave pero también un poco triste.
—Marina —dijo—. No podemos volver atrás. Y tampoco queremos hacerlo.
—¿Cómo sabés que no queremos?
—Porque llevás dos meses escribiendo reglas para no enamorarte de mí, y te enamoraste igual. Y porque yo llevé dos meses tratando de no encariñarme demasiado contigo, y me enamoré igual.
—¿Cuándo te diste cuenta?