Marina debería haber sabido que las cosas estaban yendo demasiado bien cuando se despertó un martes por la mañana y su primer pensamiento fue "qué ganas de ver a Sebastián hoy" en lugar de "espero no arruinar nada con Sebastián hoy".
Habían pasado tres semanas desde el casamiento de su prima, y habían caído en una rutina que era peligrosamente perfecta. Sebastián aparecía en su departamento los martes y jueves con café y croissants. Ella iba a la casa de él los sábados y cocinaban juntos mientras él leía fragmentos de sus libros de ingeniería en voz alta para que ella lo ayudara a "traducirlos al español normal". Los domingos se quedaban en la cama hasta tarde, leyendo cada uno por su cuenta pero compartiendo citas interesantes.
Era exactamente la vida doméstica que Marina había fantasiado pero que nunca había creído posible para ella.
El problema llegó un miércoles por la mañana, cuando Marina estaba esperando el ascensor en su edificio y se encontró con su vecina del 4to B, una mujer de unos cuarenta años que siempre la saludaba educadamente pero con quien nunca había tenido una conversación real.
—Marina, ¿verdad? —dijo la mujer.
—Sí, buenos días.
—Buenos días. Perdón que te moleste, pero... ¿todo bien con tu novio?
Marina sintió algo apretándose en su estómago.
—¿Por qué me preguntás?
—Es que anoche lo escuché gritando por teléfono en el pasillo. Parecía muy alterado.
—¿Gritando?
—Bueno, hablando muy fuerte. Y parecía... no sé, angustiado. Me preocupé.
Marina frunció el ceño. Sebastián había estado en su departamento hasta las once de la noche anterior. Se había ido tranquilo, le había dado un beso de despedida normal, le había dicho que la vería al día siguiente después de clase.
—¿A qué hora fue esto?
—Cerca de las once y media. Estaba en el pasillo, junto al ascensor. Hablaba de algo sobre "no poder seguir así" y "necesitar espacio para pensar".
El ascensor llegó. Marina entró, le agradeció a su vecina por contarle, y pasó todo el viaje hacia la planta baja tratando de procesar qué significaba esa información.
Marina: hola, ¿todo bien? mi vecina me dijo que anoche te escuchó hablando por teléfono en el pasillo. parecías alterado.
La respuesta tardó veinte minutos en llegar.
Sebastián: sí, todo bien. era algo familiar.
Marina: ¿algo familiar?
Sebastián: mi papá. discusiones de siempre.
Marina: ¿querés hablar de eso?
Sebastián: después hablamos. ahora tengo que entrar a rendir.
Marina se quedó mirando el teléfono. En seis meses de relación, Sebastián mencionaba a su padre máximo una vez por mes, y siempre en términos neutrales. "Mi papá piensa que debería estudiar algo más práctico." "Mi papá no entiende por qué leo tanto." Nunca había mencionado discusiones.
Y además, ¿por qué había salido de su departamento para tomar una llamada familiar? Nunca había hecho eso antes.
Durante toda la mañana, Marina trató de no sobrepensar la situación. Había aprendido a no crear problemas donde no los había. Pero algo no encajaba.
Después de clase, esperó a Sebastián en su lugar de siempre. Él llegó diez minutos tarde, lo cual era raro, y tenía esa expresión distraída que ponía cuando estaba procesando algo complicado.
—¿Cómo te fue en el examen? —preguntó Marina.
—Bien. Creo. No sé.
—¿Estás bien?
—Sí, ¿por qué?
—Te ves... no sé, como si tuvieras cosas en la cabeza.
Sebastián se detuvo en el medio del pasillo.
—¿Podemos ir a caminar? —dijo—. No quiero hablar acá.
Fueron al parque donde se habían sentado el día que decidieron intentar ser honestos el uno con el otro. Sebastián eligió un banco diferente, más alejado de la gente.
—¿Qué pasa? —preguntó Marina cuando se sentaron.
—Anoche, después de que me fui de tu casa, mi papá me llamó.
—Eso me dijiste. ¿Qué quería?
Sebastián se quedó callado durante un momento, mirando hacia el suelo.
—Me ofreció trabajo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—En su empresa. En Córdoba. Un puesto bueno, con buen sueldo, haciendo exactamente el tipo de ingeniería que estudié.
Marina sintió algo frío bajándole por la espalda.
—¿Y qué le dijiste?
—Le dije que lo tenía que pensar.
—¿Pero no querés trabajar para tu papá. Me dijiste que la empresa familiar no era lo tuyo.
—Y no es lo tuyo. Pero...
—¿Pero qué?
Sebastián la miró por primera vez desde que habían empezado la conversación.
—Pero tal vez sea la oportunidad que necesito para empezar la vida adulta posta. Independizarme económicamente, dejar de vivir como un estudiante eterno.
—¿Y eso requiere mudarse a Córdoba?
—Sí.
—¿Por cuánto tiempo?
—No sé. Por lo menos un par de años, hasta que tenga experiencia suficiente para conseguir algo similar en Buenos Aires.
Marina se quedó callada durante un momento que se sintió como una hora.
—¿Y cuándo tenés que decidir?
—El lunes que viene.
—¿El lunes que viene? ¿Y me estás contando recién ahora?
—Porque sabía que iba a ser una conversación complicada.
—¿Complicada cómo?
Sebastián se pasó las manos por el pelo.
—Complicada porque significa decidir si quiero hacer lo que es mejor para mi carrera o lo que es mejor para nosotros.
Marina sintió como si le hubieran dado una trompada en el estómago.
—¿Por qué son dos cosas mutuamente excluyentes?
—Porque una implica quedarme acá y seguir viviendo mes a mes con trabajos de medio tiempo, y la otra implica irme por dos años justo cuando las cosas están funcionando bien entre nosotros.
—¿Y ya decidiste cuál vas a elegir?
—No. Por eso estoy tan alterado.
Marina se levantó del banco. Necesitaba moverse para poder pensar.
—¿En qué estás pensando exactamente? —preguntó.