La humillación en el bosque con el Dr. Darío (y el pobre hombre en el charral) me dejó claro que mi problema no era espiritual, sino físico. Mi cuerpo era débil, mi mente era una gelatina y mi alma estaba pegada al sofá. Recordé una frase motivacional de un influencer de fitness que decía: "El alma se encuentra en el sudor."
Decidí que el único exorcismo real era el castigo corporal. Debía purificarme subiendo la montaña más alta que viera desde mi ventana: el Cerro "Teta Pelada". Su nombre, pensé con ironía, era un presagio que se reía de mi trauma con la geometría glútea de Sofía.
Pensé en que este reto era perfecto para darle forma a mi carácter y por fin decirle no a la Sofía que vivía tan agustamente en mi memoria. Esta vez no usaría dinero en charlatanes; sería un esfuerzo puro, gratuito y brutal.
Así que busqué entre mis cosas la ropa más adecuada. Hace un tiempo, un amigo, de esos que nunca sabes qué regalarte, me había obsequiado un par de zapatos de caminata de montaña. Me los probé. Me quedaban un poco apretados, la punta del pulgar chocaba ligeramente con el borde, pero bueno, pensé, es parte de mi pena hasta el monte y esos demonios internos por fin se irán.
Me busqué una mochila de camping vieja y puse lo que creí pertinente, un kit de supervivencia que gritaba "inexperiencia": Una botella de agua de plástico que filtraba el líquido si la ponías de lado. Bloqueador solar (factor 50, porque la humillación física no debía ir acompañada de cáncer de piel). Una barrita de granola que encontré en el fondo del cajón, más dura que mi determinación. Una manzana, porque la fibra es importante para la purificación (y para evitar el estreñimiento que me recordaba la parálisis de mi vida). En mi teléfono, le tomé una captura de pantalla al mapa de la ruta, por si perdía la señal en el transcurso y no sabría dónde dirigirme (un riesgo muy alto, dado mi historial). Y, como toque final, empaqué un libro de hierbas y plantas que encontré en promoción en una tienda de libros de ocasión. Si me perdía, al menos sabría qué veneno era comestible.
Así, con todo lo que creí pertinente y la ilusión de un masoquista, emprendí mi viaje.
La caminata inicial fue peor de lo que había anticipado. Cada paso era una negociación dolorosa. Las botas rápidamente se convirtieron en instrumentos de tortura, haciendo que mis dedos se apiñaran y mis talones comenzaran su trabajo de minería de piel.
"Esto es bueno", me dije, jadeando. "Este dolor anula el dolor de Sofía. Es el principio de la liberación."
Pero el dolor era un recordatorio constante de mi mala planificación. Tuve que detenerme a cada rato para descalzarme y dejar que mis pies se ventilaran. El aire se sentía como una burla. El sol, a pesar del factor 50, se sentía como un reflector. En el kilómetro dos, la barrita de granola, más dura que una piedra de río, casi me rompe un molar, así que la tiré a un lado. Mi única nutrición era la manzana, que devoré en tres mordidas ansiosas, dejándome con un hambre furiosa y la acidez estomacal como premio.
El sendero se hizo más empinado. Mi vida entera era ya un monólogo interno.
Tuve que abrir mi mochila para buscar la botella de agua. La botella, fiel a su naturaleza filtrante, había humedecido completamente el libro de hierbas y plantas, que ahora se desintegraba en mis manos con un olor a moho y celulosa. Me quedé sin guía botánica y sin conocimiento de venenos, resignado a morir de sed o por una mala elección si me desviaba del camino. La desesperación se instaló, pero me negué a bajar.
"No", pensé. "Sofía no me verá fracasar en la Teta Pelada."
A partir de ese momento, la subida se convirtió en un acto de fe ciega, impulsado únicamente por el miedo a que mi ex se enterara de mi fracaso montañés.
Finalmente, después de lo que parecieron siete horas y una pérdida cuantificable de dos kilos de sudor, llegué a un claro en la cima. La vista era espectacular. Abajo, mi ciudad parecía un puñado de Legos. Sentí una oleada de euforia. Un logro puro. Había conquistado el Cerro "Teta Pelada".
Me entusiasmé, saboreando el momento de la liberación total. El dolor de los pies era una cicatriz honorable.
Cerré los ojos para recibir el aire y poner atención a los sonidos de la naturaleza, a ese silencio trascendental que te cambia la vida. Quería meditar, quería gritar el nombre de Sofía sin que nadie respondiera.
Pero entonces, en medio del silencio, lo escuché.
No era el sonido del viento, ni el trinar de los pájaros. Eran gemidos.
Los gemidos, al principio suaves, se hicieron inconfundibles. Eran los sonidos de un placer extremadamente ruidoso, y venían justo de detrás de un grupo de grandes rocas a pocos metros. Mi corazón, que ya latía por el esfuerzo, ahora lo hacía por el shock.
Caminé con cautela hasta el origen del ruido. Me asomé por una roca, listo para cualquier cosa menos lo que encontré.
Una pareja, totalmente desnuda, estaba entregada a su pasión, completamente ajena al mundo. Pero no estaban solos.
Justo en frente de ellos, en cuclillas, había un hombre.
Era un anciano de unos sesenta años, con dreadlocks blancos y un taparrabo. Lo extraño era que calzaba unas tenis Nike de último modelo. Estaba inmóvil, de frente a la pareja, observando el acto con una serenidad aterradora, como si fuera un espectador de una obra de teatro experimental.
El viejo me miró por encima del hombro. Sus ojos eran claros e inexpresivos.
"Si tu quieres puedes quedarte viendo, o ser parte de este frenesí e intentar lo que ves conmigo", dijo el anciano, con una voz extrañamente pausada. "Vamos, no seas tímido..." dijo mordiendo sus labios...
La invitación, lanzada con la naturalidad de quien ofrece un vaso de agua, fue el detonante. Mi mente hizo crack. Esto no era purificación. Esto era un culto al hedonismo con taparrabos y calzado deportivo de marca.