Sin duda, la cena con Kaisy no fue lo que realmente buscaba. Aunque gané un amigo de historias y copas, él aún cree que soy un tipo de femboy, ya que el nombre Francis le recordaba a su esposa. Desde entonces, cada vez que nos vemos, insiste en que me ponga los vestidos de su exesposa muerta.
Decidí en mis meditaciones que necesitaba una nueva estrategia, una que no involucrara la tecnología ni la introspección. Necesitaba acción. Quitar toda tristeza y furia golpeando un balón.
Había abandonado la bicicleta, ese dulce y doloroso recuerdo con Sofía. Ahora buscaría una actividad que me permitiera canalizar el rencor y la frustración en algo físico, ruidoso y con cierto riesgo de contacto.
Algunos compañeros en la oficina querían hacer un equipo de fútbol sala (futsal). Me decidí y me apunté. Le llamamos Club Deportivo Las Tuercas.
Nuestro equipo era el más curioso de la liga. Constaba de un defensa al que le gustaba quitarse la camiseta para defender; decía que su “estrategia bestia” le ayudaba a marcar al adversario. Teníamos un delantero que se quitaba el botín para patear su “gran cañón de confeti”. Y, por supuesto, estaba el portero que se creía René Higuita y se paraba de manos para atajar.
Para el primer partido nos mandamos a hacer unas camisetas con nuestros nombres y un apodo. Como no nos daba mucho tiempo, encargamos los uniformes muy rápido. Marco era “El Tigre”, pero al parecer el que hizo las camisetas era disléxico y le puso “Marco el Tige”. Yo jugaba de delantero y Marco en la media. Yo era Francis el Goleador, pero por un error de ortografía o un mal presagio, a mí me pusieron “Francis el Golpeador”.
Por fin llegó nuestro primer partido. El aire acondicionado del gimnasio no daba abasto con el calor de la tarde ni con la rabia contenida. Empecé el partido como un sprinter demente. Corría de un lado a otro de la cancha, ignorando las posiciones y gritando a mis compañeros que “presionaran”. Mi mente no buscaba el gol, buscaba un contacto, un choque que me hiciera sentir algo que no fuera la fría y persistente ausencia que había dejado Sofía. El rencor y el arrepentimiento me hacían ser agresivo.
Al minuto veinte, el marcador iba 1-0 en nuestra contra y la frustración me consumía. El equipo rival se acercaba peligrosamente a nuestra portería. Un delantero rival avanzaba con el balón.
Me lancé en un salto de foca descontrolado hacia el balón. El rival hizo una gambeta magistral que me dejó tirado y humillado en el suelo. Marco estaba cerca y metió su pie en una barrida. En ese instante, el portero también venía saliendo de la meta para rechazar el balón. Chocaron, cayendo el portero sobre Marco y, como el portero caminaba de manos, cayó con su trasero directamente sobre la cara de Marco.
La bola quedó picando, y otro rival venía corriendo hacia la meta vacía.
Yo solo pude, por puro instinto, levantarme lo más rápido que pude. En un intento desesperado por salvar el balón, me tiré en otra barrida. El delantero rival pateó con toda su fuerza, como si fuera yo mismo sacando el coraje que sentía cuando Sofía me dejó. Ese balón, casi deformándose por la velocidad, aterrizó directamente en mi cara, y el impacto me hizo retroceder hasta quedar incrustado en el poste del marco, con las piernas abiertas en una pose de absoluta derrota.
Cuando desperté, estaba en el hospital. Me dolía la cara, la ingle y la cabeza.
Sufrí una contusión testicular y una leve conmoción. Fue tan grave que, después de unas horas, el médico me dio la noticia con la seriedad de un noticiero: mi pequeño “güevito” había dejado este mundo.
Pasadas unas horas, llegó Marco con una sonrisa y el pulgar en señal de aprobación.
—Ese partido nos costó un güevo, Francis —dijo—, ¡pero pudimos empatar 1-1! Y gracias a ti, evitamos el otro gol.
Bueno, al menos ya los había ayudado. Mi furia había sido un ridículo total, la adrenalina no sacó a Sofía de mi corazón y yo había perdido un testículo.
Pero Marco dijo algo más: —El capitán te quiere en el equipo por siempre. Eres nuestra figura, El Golpeador...
Mi furia había fallado en borrar a Sofía, y la Regla #8 me había dejado incompleto. Pero, al menos, ahora era la figura de mi equipo.