La noche había caído por completo en San Patricio, pero el peso del encuentro con Luzbelia aún estaba sobre mí. Román había intentado animarme durante la cena, pero yo no podía dejar de pensar en la forma en que esa mujer me miró... como si supiera algo que yo no. Cada palabra suya era como un eco que no podía acallar.
Finalmente, Román se fue, prometiendo volver al día siguiente temprano. Me quedé sola en la casa, mirando la ventana de la sala mientras afuera las luces de las casas se apagaban una por una. El silencio del pueblo solía reconfortarme, pero esa noche me hizo sentir expuesta.
Decidí acostarme temprano, esperando que el sueño pudiera llevarse mis pensamientos. Pero justo cuando apagué la luz de mi habitación, escuché algo. Un ruido leve, un crujido... como si alguien estuviera caminando en el patio trasero. Me congelé en mi lugar, aferrando las mantas con fuerza. Intenté convencerme de que eran las ramas de los árboles movidas por el viento o algún animal callejero.
Sin embargo, los pasos continuaron, ahora más cerca.
—¿Quién está ahí? —dije en un susurro, casi temiendo que me respondieran.
Me levanté lentamente y caminé hacia la ventana, apartando apenas la cortina para asomarme. No vi nada al principio, solo la oscuridad de la noche. Pero entonces, a lo lejos, junto a la barda del patio, vi una figura. Se movía lentamente, con una cadencia extraña, como si estuviera arrastrando algo.
Mi corazón latía tan rápido que sentía que iba a explotar. Cerré la cortina de golpe y retrocedí, tratando de pensar en qué hacer. Podría llamar a Román, pero tal vez estaba exagerando. Tal vez solo era algún vecino... aunque algo en mi interior me decía que no era así.
Decidí enfrentar mi miedo. Me armé con una linterna que tenía en un cajón y salí al patio, mis pasos temblaban sobre el suelo de tierra. Apunté la luz hacia la barda, buscando la figura que había visto antes. Pero no había nadie. Sólo el vacío.
—Debo estar perdiendo la razón... —murmuré para mí misma.
Sin embargo, cuando me giré para regresar a la casa, un susurro helado atravesó el aire.
—Manuela...
Me quedé paralizada. La voz era suave, casi un murmullo, pero no había duda de que alguien me había llamado por mi nombre.
—¿Quién anda ahí? —pregunté, intentando sonar valiente, aunque mi voz temblaba.
Entonces lo vi. En la penumbra, al pie de la barda, había algo. No una persona, sino una pequeña bolsa de tela amarrada con hilo rojo. La recogí con cuidado, sintiendo cómo el miedo me subía por la espalda. La abrí, y dentro encontré un puñado de tierra negra y unas plumas de gallina, húmedas y pegajosas al tacto.
Mis manos comenzaron a temblar. Esto no era una coincidencia. Esto... esto era un mensaje.
Corrí de regreso a la casa, cerrando la puerta con fuerza y asegurándola con todos los cerrojos. Me apoyé contra ella, sintiendo cómo mi respiración se aceleraba. Algo me decía que esa noche estaba lejos de terminar.
Y, por primera vez en mucho tiempo, me di cuenta de que tenía miedo de verd