La mañana comenzó tranquila, como si el pueblo intentara ignorar la tensión que todos sentíamos en el aire. El sol brillaba alto mientras yo caminaba hacia el mercado con Rosa. Ella insistió en acompañarme después de la conversación que tuvimos la noche anterior. Aunque me preocupaba su cansancio y cómo los recientes acontecimientos parecían afectarla, acepté porque su compañía me daba fuerzas.
El trayecto fue más silencioso de lo habitual. Cada vez que pasábamos junto a un grupo de vecinos, los cuchicheos comenzaban a correr como agua por debajo de las puertas. No me molestaba tanto como antes; los años de susurros y miradas juzgadoras me habían enseñado a cerrar los oídos a los rumores. Pero esa mañana, los cuchicheos tenían otro tono. Un tono inquietante.
Rosa notó mi inquietud y me apretó el brazo suavemente. —No dejes que te afecten, Manuela. Si algo hemos aprendido en este pueblo es que los rumores no tienen fin.
Asentí, aunque el nudo en mi estómago no desapareció.
Cuando llegamos a la plaza del mercado, la vi. Luzbelia estaba parada junto a una banca, hablando con un grupo de vecinas. Su postura altiva y la forma en que controlaba la atención de todos eran suficientes para congelarme en el lugar. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fue cómo varias cabezas se giraron hacia mí cuando la vieron notar mi presencia. Su sonrisa se curvó como si hubiera estado esperándome.
Rosa me lanzó una mirada preocupada y dio un paso hacia mí. —Manuela...
Pero yo sabía que esto no se podía posponer más. Ya no. Solté el aire y avancé hacia Luzbelia con pasos firmes, aunque mi corazón latía con la fuerza de un tambor.
—¡Luzbelia! —llamé, mi voz resonando sobre el murmullo de la plaza. Los vecinos se detuvieron. Algunas manos se llevaron a las bocas, sorprendidas. Otras miradas curiosas se clavaron en nosotras como dagas.
Ella giró lentamente, como una actriz en un escenario que saboreaba cada momento. —Oh, Manuela —dijo con un tono meloso que goteaba desprecio—. Qué inesperado verte aquí.
No tenía intención de hacer esto un espectáculo, pero los vecinos habían formado un círculo a nuestro alrededor, como si olieran el conflicto.
—No sé qué juego estás intentando jugar aquí, Luzbelia, pero no voy a ser parte de él —dije con voz clara, dejando que las palabras resonaran.
Su sonrisa se desdibujó por un momento, y eso me dio fuerzas. Sabía que cada palabra mía era como un golpe que no esperaba.
—Oh, querida. No estoy jugando. El destino no es un juego. Es algo que ocurre... naturalmente. Pero dime, Manuela, ¿no te has preguntado por qué todo a tu alrededor termina en tragedia? —Su voz era baja, pero cada palabra cortaba como un cuchillo.
Los murmullos del círculo se volvieron más intensos. Rosa dio un paso hacia adelante, pero levanté una mano para detenerla.
—No sé qué estás insinuando, pero tú no me conoces. No conoces mi vida ni lo que he pasado. Y te aseguro algo: no voy a dejar que me intimides ni que uses tu veneno para manipularme.
Hubo un momento de silencio, un momento en que parecía que el aire mismo había dejado de moverse. La expresión de Luzbelia se endureció, sus ojos oscuros se clavaron en mí como si intentaran descifrar si realmente hablaba en serio. Pero antes de que pudiera responder, di media vuelta y regresé hacia Rosa, ignorando las miradas de los vecinos.
Ella me sostuvo del brazo, sus palabras apenas un susurro. —¿Estás bien?
—Estoy bien, Rosa. Estoy cansada de tener miedo, y cansada de que esa mujer piense que puede controlar mi vida.
Pero en mi interior, sabía que esto era solo el comienzo.
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Esa tarde, mientras Rosa descansaba, decidí limpiar la habitación donde guardaba las cosas de Fernando. Su cuaderno estaba justo donde lo había dejado la última vez que busqué consuelo entre sus notas y recuerdos. No podía explicar por qué, pero sentí el impulso de abrirlo.
Pasé las páginas lentamente, leyendo sus reflexiones sobre la vida, el pueblo y los sueños que alguna vez compartimos. Pero al avanzar, algo llamó mi atención: una entrada que mencionaba a Luzbelia. “Quiso verme a solas, insistió demasiado. Dijo cosas extrañas... casi como amenazas disfrazadas de halagos. La rechacé. Ahora no puedo evitar sentirme inquieto. ¿Fue un error?”
El cuaderno casi se me cayó de las manos. Fernando había rechazado a Luzbelia. Y ella... ¿lo había amenazado? ¿Qué significaba esto? ¿Por qué había guardado sus pensamientos en secreto? Las piezas del rompecabezas comenzaban a tomar forma, pero la imagen que mostraban me llenaba de temor.
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Mientras tanto, al otro lado del pueblo, en la casa que Luzbelia había alquilado, la tensión se acumulaba como tormenta. Frente a un espejo antiguo, ella se observaba en silencio, sus ojos oscuros llenos de rabia contenida.
—Fernando, siempre tan orgulloso, tan seguro de su moralidad... —murmuró, sus labios curvándose en una sonrisa amarga—. Tu desprecio te llevó a la tumba, querido. Y yo... yo me aseguré de ello. Pensaste que podías ignorarme, pero la tragedia que sufriste no fue coincidencia.
Dejó escapar una risa cruel, un eco de todo lo que guardaba en su interior. Sus ojos ardían con un odio que parecía consumirla, pero al mismo tiempo la fortalecía.