La noche era serena, pero en el aire había un peso difícil de ignorar. Después de la visita de Román y sus palabras de apoyo, me sentía un poco más tranquila, aunque sabía que el peligro seguía ahí, rondando como una sombra. Mientras él regresaba a su casa, me quedé en la ventana, observando las luces del pueblo apagarse una por una. Pero no era el tipo de silencio que reconfortaba; era el tipo de silencio que anunciaba una tormenta.
En la sala, Rosa se acomodaba en el sofá mientras Alan revisaba un programa en la televisión. Se veía tan normal, tan cotidiano, que por un momento deseé quedarme atrapada en esa burbuja para siempre. Pero entonces recordé las palabras de Luzbelia en la plaza: "Yo siempre gano". Y supe que no podía permitirme bajar la guardia.
Un golpe seco resonó en la puerta. Me levanté de inmediato, pero esta vez Rosa también lo hizo. —¿Quién será a estas horas? —murmuró mientras yo me acercaba con cuidado.
Abrí la puerta con cierta cautela y ahí estaba doña Gloria, su rostro más decidido que nunca. Llevaba un bolso grande colgado del hombro y en sus manos apretaba un rosario que parecía tan antiguo como ella.
—Manuela, tenemos que hablar —dijo sin esperar invitación, empujando la puerta para entrar.
Rosa y Alan se miraron sorprendidos, pero no dijeron nada mientras doña Gloria se acomodaba en la mesa del comedor, dejaba su bolso y colocaba el rosario justo en el centro.
—¿Qué está pasando, doña Gloria? —pregunté, todavía intentando procesar su determinación.
—Esa mujer —dijo, refiriéndose a Luzbelia con un tono cargado de desprecio—, no es alguien con quien puedas razonar, Manuela. Llevo días observándola, y no me cabe duda de que trae consigo algo oscuro. Pero no voy a quedarme cruzada de brazos mientras ella intenta destruirte.
—¿Qué quiere decir con eso? —Rosa se adelantó, su preocupación evidente.
Doña Gloria abrió su bolso y sacó un pequeño frasco de agua bendita. —Miren, no soy de esas que ven al diablo detrás de cada sombra, pero a esta mujer sí la veo. Y no pienso esperar a que haga algo más. Manuela, voy a protegerte como pueda, aunque sea con este rosario y un poco de agua santa.
No pude evitar sonreír ligeramente ante su entusiasmo. Había algo casi cómico en la idea de doña Gloria como mi protectora, pero también algo profundamente conmovedor.
—Gracias, doña Gloria. De verdad, gracias —le dije, apretando su mano por un instante. Aunque sus métodos pudieran parecer simples, su apoyo significaba el mundo para mí.
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En otro lugar, Luzbelia estaba en su santuario oscuro, rodeada de sus frascos y talismanes. Pero esta vez, no estaba sola. Frente a ella, una figura masculina permanecía de pie, con los brazos cruzados y el rostro endurecido.
—¿Qué es todo esto, Luzbelia? —preguntó Román, su voz cargada de desconfianza.
Ella levantó la mirada lentamente, con una sonrisa calculada. —Oh, Román. Siempre tan heroico, tan dispuesto a proteger a quienes no lo merecen.
—No estoy aquí para tus juegos. Quiero saber qué estás planeando con Manuela. Y quiero que lo detengas, ahora.
Luzbelia rió suavemente, su voz resonando como el eco de una cueva. —¿Qué estoy planeando? Nada que no sea natural, querido. El destino tiene su curso, y yo solo me aseguro de que fluya como debe ser.
Román dio un paso hacia adelante, sus ojos ardiendo de furia. —Deja de hablar en acertijos. Si crees que voy a quedarme cruzado de brazos mientras atacas a Manuela, te equivocas.
—¿Atacarla? Oh, Román, eso suena tan vulgar —dijo Luzbelia, levantándose de su asiento y acercándose a él—. Tú no entiendes, ¿verdad? Todo lo que hago, lo hago por nosotros. Por lo que siempre debimos ser.
Román la miró con incredulidad. —¿Por nosotros? Estás loca. Lo que pasó con Fernando...
—¡Fernando no sabía lo que tenía! —gritó ella, su compostura derrumbándose por un instante. Su rostro se torció en una mezcla de rabia y desesperación—. Él me despreció, y tú... tú no me harás lo mismo.
Román dio un paso atrás, sorprendido por la intensidad de su reacción. —Esto no tiene que ver conmigo, Luzbelia. Esto es sobre ti y tu obsesión. Déjame en paz. Déjanos en paz.
Ella lo observó fijamente, su mirada oscura pero calculadora. —Román, querido. No te preocupes. Todo estará claro muy pronto. Muy pronto.
Sin decir más, él se giró y salió de la casa, dejando a Luzbelia sola con sus pensamientos. Pero mientras ella regresaba a su mesa, una sonrisa fría y calculadora volvió a sus labios.
—No te preocupes, Román. Todo estará claro, y cuando lo esté, estarás exactamente donde siempre debiste estar: a mi lado.