Manuela

Capítulo 20

La luz del amanecer entró por las rendijas de la ventana, despertándome de un sueño agitado. Había pasado la noche en vela, recordando la conversación con doña Gloria y el enfrentamiento de Román con Luzbelia. Aunque el día anterior me había llenado de valentía, ahora el peso de la incertidumbre comenzaba a ahogarme de nuevo.

Bajé las escaleras para encontrarme con Rosa en la cocina, batallando con la cafetera que llevaba semanas necesitando ser reemplazada. Sonrió al verme, pero en su expresión había preocupación.

—Dormiste poco, ¿verdad? —preguntó mientras servía el café.

Asentí, dejando caer mi cuerpo en una silla. —Me siento como si estuviera atrapada en una tormenta de la que no puedo escapar, Rosa. Y cada vez parece más grande.

Mi hermana dejó la cafetera y se sentó frente a mí, tomando mis manos con fuerza. —Manuela, lo que está pasando no es solo tu carga. Todos estamos contigo, y no vamos a dejar que esta mujer te lastime. Sea lo que sea que esté planeando, no estás sola.

Sus palabras me dieron un poco de consuelo, pero antes de que pudiera responder, la puerta principal se abrió de golpe. Era doña Gloria, como una tormenta en sí misma, cargando su inseparable bolso y con una expresión de urgencia.

—Manuela, necesitamos hablar ahora —dijo, dejando su bolso sobre la mesa y sacando un papel arrugado que parecía ser una carta.

Rosa y yo intercambiamos miradas antes de que doña Gloria continuara. —He estado investigando —dijo mientras abría la carta y me la entregaba—. Esto es de hace años, pero todo está conectado. Luzbelia no llegó aquí por casualidad, Manuela. Ella estuvo acechando a Fernando desde mucho antes de que lo conocieras.

Abrí la carta con manos temblorosas. Era una carta que Luzbelia le había escrito a Fernando, llena de palabras confusas y metáforas que describían su obsesión con él. Había algo inquietante en la manera en que hablaba de "unir sus destinos" y de que "nadie se interpondría".

—Encontré esto en un cajón viejo de la iglesia —continuó doña Gloria—. La hermana Teresa me dijo que Luzbelia solía ir allí para rezar... o eso decía. Creo que estaba usando ese lugar para planear algo, Manuela. Ella ya había decidido que si Fernando no era suyo, no sería de nadie más.

Mi cabeza daba vueltas. La idea de que Luzbelia había estado tan presente en la vida de Fernando sin que yo lo supiera me llenó de una mezcla de rabia y desesperación.

—Esto no puede seguir así —dije finalmente, levantándome de la silla—. No voy a permitir que ella me quite más. Si Luzbelia quiere enfrentarse a mí, entonces que lo haga, pero no voy a seguir siendo su víctima.

Doña Gloria asintió con firmeza. —Eso es lo que quería oír. Porque créeme, Manuela, yo tampoco voy a quedarme de brazos cruzados.

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En la casa de Luzbelia, la oscuridad parecía haberse hecho más densa. Había velas encendidas en cada rincón, proyectando sombras inquietantes sobre las paredes. Frente a su espejo, Luzbelia sostenía una de las cartas que había escrito hace años, sus dedos trazando las palabras como si fueran un encantamiento.

—Fernando era solo el comienzo —murmuró, su mirada clavada en su reflejo—. Su debilidad selló su destino, y me enseñó que el amor verdadero no se pide, se reclama.

Dejó la carta en la mesa y tomó un nuevo frasco, este lleno de un líquido oscuro que parecía moverse por sí solo.

—Román lo entenderá. Manuela no es más que una sombra en su camino, un error que pronto será corregido. Y cuando todo termine, él sabrá que siempre debió ser mío.

Colocó el frasco sobre la mesa y se acercó al espejo, inclinándose hacia su reflejo con una sonrisa que enviaba escalofríos. —Pronto, querida Manuela. Muy pronto.




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