La tensión era palpable en el aire mientras el sol comenzaba a ocultarse detrás de las colinas de San Patricio. El pueblo parecía contener la respiración, consciente de que algo estaba a punto de suceder. Yo también lo sabía. Sentía cómo la calma previa a la tormenta me envolvía, pero esta vez, no estaba sola. Román, Rosa, Alan y hasta doña Gloria estaban conmigo, cada uno dispuesto a enfrentarse a lo que Luzbelia pudiera desatar.
Habíamos decidido reunirnos en la casa de Rosa, donde toda la familia estaba preparada. Doña Gloria llegó con su bolso lleno de "instrumentos de protección", que incluían desde rosarios hasta una vela que afirmaba que podía ahuyentar las malas energías. Aunque su entusiasmo me arrancó una sonrisa, sabía que sus intenciones eran sinceras.
—Manuela —dijo Román, acercándose a mí mientras ajustaba el cinturón de su chaqueta—. Ella no va a detenerse. Pero recuerda: no importa lo que diga o lo que haga, tú tienes algo que ella nunca podrá quitarte.
—¿Qué es eso? —pregunté, aunque ya sospechaba su respuesta.
—Tu fuerza —respondió, su mirada firme pero cálida. Ese momento me recordó por qué había permitido que Román entrara en mi vida, a pesar de todo lo que había pasado. Él era un faro en medio de la oscuridad.
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La noche cayó rápidamente, y mientras las estrellas titilaban en el cielo, la sombra de Luzbelia se movía por el pueblo. No había duda de que algo estaba ocurriendo. Doña Gloria fue la primera en alertarnos.
—La vi caminar hacia el cementerio —dijo, con los ojos abiertos de par en par—. Creo que está buscando algo... o preparándose para algo.
El grupo decidió seguirla. Román insistió en que él iría primero, pero yo no iba a quedarme atrás. Si Luzbelia quería confrontarme, entonces yo estaría allí para enfrentarla.
El cementerio estaba envuelto en una niebla espesa, como si la tierra misma intentara ocultar lo que estaba a punto de suceder. Luzbelia seguía frente a la tumba de Fernando, su frasco oscuro brillando con un fulgor inquietante bajo la luz de la luna. Román estaba a mi lado, su mano apretando la mía con fuerza, pero esta batalla era mía.
—Manuela, querida —dijo Luzbelia, su voz cargada de odio—. Esta noche, por fin todo terminará. Fernando fue solo el principio. Tú eres el verdadero obstáculo.
Dio un paso adelante, levantando el frasco por encima de su cabeza. El líquido oscuro dentro parecía moverse con vida propia, pulsando como un corazón maligno. Alrededor de nosotros, la niebla parecía girar, cada vez más densa, como si el aire mismo conspirara con ella.
—¡Basta, Luzbelia! —grité, dando un paso adelante. Mi voz resonó con más fuerza de la que sabía que tenía—. Fernando nunca fue tuyo. Ni entonces, ni ahora. Y Román tampoco lo será, porque tú no sabes amar. Todo lo que haces es destruir.
Por un instante, vi un destello de vacilación en sus ojos. Pero entonces apretó el frasco con más fuerza y comenzó a murmurar algo en un idioma incomprensible. La niebla se arremolinó, y el aire se volvió pesado, como si el mundo mismo estuviera conteniendo la respiración.
—¡No puedes contra mí, Manuela! —gritó Luzbelia, su voz resonando como un trueno—. ¡El destino está de mi lado!
Pero algo en su tono había cambiado. Era más rabioso, más desesperado. Y entonces, con toda la fuerza que pude reunir, le respondí:
—¡No eres el destino, Luzbelia! Solo eres una mujer llena de odio y dolor. Pero tu odio no puede alcanzarme, porque no estoy sola. No lo he estado nunca.
Al decir esto, sentí algo. Era como una luz cálida que comenzaba a envolverme, un calor que no venía de mi cuerpo, sino de algo mucho más profundo. En ese instante, la niebla se rompió como un velo desgarrado, y ante mí, vi algo que nunca olvidaré.
La figura de Fernando estaba allí, junto a un niño que nunca había tenido la oportunidad de conocer, pero que reconocí al instante como mi hijo. Ambos me miraban con una paz que era casi dolorosa. Fernando sonrió, y sus labios formaron palabras que no pude escuchar, pero que entendí de todas formas: "Sé feliz, Manuela."
Luzbelia también los vio, y por primera vez, un grito desgarrador escapó de su garganta. El frasco en su mano tembló, y antes de que pudiera reaccionar, se hizo añicos contra el suelo. Un brillo oscuro se dispersó por el aire, perdiéndose como humo bajo la luz de la luna.
—¡No! —gritó Luzbelia, retrocediendo como si algo invisible la empujara. Su expresión de furia se quebró, y lo que quedó fue miedo. Miedo puro.
Román se acercó a mí, protegiéndome mientras la figura de Fernando y nuestro hijo comenzaba a desvanecerse. Mi corazón se llenó de una paz que no había sentido en años, como si, por fin, un peso insoportable se hubiera levantado.
—Esto no ha terminado —susurró Luzbelia, su voz rota, antes de desaparecer en la oscuridad, dejando solo el eco de sus palabras.
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La niebla se disipó por completo, y con ella, la tensión que había envuelto al cementerio. Román me abrazó con fuerza, y por primera vez en mucho tiempo, me permití llorar. Pero esta vez, no eran lágrimas de tristeza, sino de alivio. Porque, aunque el camino no había sido fácil, sabía que Fernando y nuestro hijo estaban en paz. Y que, finalmente, yo también lo estaba.