Máquina del tiempo

Antes de la torre

Cuando la media mañana del primer domingo del verano retornaba con sus infinitos momentos de calor incesante, arrastraba también entre sus tibios ósculos una rara coincidencia, pues entre una muchedumbre parisina ambos se miraron por casualidad varias veces y se enamoraron sin comprender y sin darse cuenta, así fue primeramente. Lástima para ella que no sabía que él estaba pensando en hablarle la próxima vez que la vuelva a encontrar, y lástima para él que ella era casada. El sol siguió brillando, el río Sena pasó magnífico como siempre por la ciudad, para la mayoría en aquel lugar, todo continuó y finalizó el día normal.

Unos días después, en un viernes candente igualmente, el viento soplaba suave, el río corría hermoso como nunca, era como si el día estaba preparándose para un reencuentro fantástico, pues asimismo el cielo estaba despejado para tal ocasión, un día viernes perfecto. Y así fue, la tarde aún ardía cuando él salió a deshora para asistir a una tertulia, por lo que tuvo que obligarse a apurar el paso. La ciudad se desesperaba por el calor sofocante, la sed era constante aquella tarde. Se detuvo en la sombra de un árbol para descansar y secarse el sudor de su rostro; cuando guardaba en su bolsillo su pañuelo, en aquel preciso instante la volvió a ver por segunda vez en su vida; sí, en efecto, coincidió de nuevo con aquella mujer que le había robado el pensamiento y los suspiros de cada noche y mañana; entonces, volvió a mirar su rostro callada y su serenidad al moverse. Ella caminaba tranquila con su sombrilla que la protegía de los rayos del sol, esta vez se paseaba sola, y se aproximaba en donde se encontraba él. La observó bien, era muy bella, tan blanca, misteriosamente perfecta. Él sintió que su corazón se contraía, pues su amor inconsciente, dormido en alguna remota parte de su ser había despertado para nunca volver a dormir. El río Sena parecía adorarla desde lejos, aguardándola para admirarla más de cerca, el sol igualmente anhelaba besarla con su calor oportuno, y la brisa celosamente de abrazarla moviendo su cabello delicadamente, todo en ella era sublime, como en toda mujer que camina segura. No quería dejarla partir sin antes observarla todavía más de cerca, siendo así, no pensó en nada más, solamente en acercarse y saludarla; y de esta suerte lo hizo, se acercó sin dudas en su pensamiento, así pues, con un saludo de buenas tardes la detuvo de su paseo, y ella como toda una dama le contestó el saludo. Acudió en la memoria de la dama la vez que se miraron, en aquel domingo caluroso, y con una sonrisa el caballero se dio cuenta de que se estaba acordando de él. Pronto preguntó por su nombre. La dama contestó que se llamaba Delphine.

-Mucho gusto. Mi nombre es Christophe- dijo él, ofreciéndole la mano para formalizar el encuentro.

Charlaron sólo por un momento. Hablaron del calor insoportable que desesperaba a la ciudad, caminaban hasta llegar cerca del río, ambos confesaron que les fascinaba admirarlo, para luego separarse:

-Espero verla otra vez, señorita... ¿o señora?- preguntó Christophe antes de marcharse, esperando un respuesta favorable.

Un viento tibio ascendía de la ribera caliente aún. Ella lo observaba con expresión de temor, de lástima, de tristeza, pues comprendía que la respuesta era menos ponzoñosa que la misma verdad.

-Señora- contestó ella sin mirarle, clavando su mirada en las aguas del majestuoso y confidente río.

Más de tres días transcurrió y, Christophe comenzaba a desanimarse. Imaginaba con tristeza a la bella Delphine entregando sus dulces besos a alguien más, no podía pensar en olvidar, no podía porque no pensaba. Asimismo, había rechazado definitivamente la posibilidad de buscar a otra mujer como amante y olvidar a tan bella señora dueña de sus pensamientos. Tenía miedo, miedo a perder sin antes luchar. Cuando llegaba el atardecer, se dirigía al río y se sentaba cerca de la orilla a susurrar hermosos versos, que luego de un tiempo olvidaría gran parte. La tristeza lo dominaba poco a poco, observaba el horizonte buscando una respuesta, y darle de esta manera sentido a su suerte, para luego olvidar y dejar de sentir; pero no podía, la imagen bella de ella iluminaba siempre su pensamiento. En esos momentos, aún no se daba cuenta, pero se estaba enamorando de la ajena Delphine.

Un viernes, un amigo estaba de cumpleaños y él fue convidado a la fiesta. Los invitados fueron numerosos y la mayoría desconocidos para Christophe. Cuando su amigo le presentó a su primo, un joven banquero, aparentemente carismático y excesivamente sonriente, vio en aquel momento a su amada acercándose hacía ellos. Delphine estaba aún más bellísima esa noche, le pareció como un sueño, él comenzó a recitar en sus adentros los más hermosos versos como lo hacía cerca del río.

- Buenas noches- saludó Delphine.

El banquero tomó la palabra y le presentó a Christophe a su hermosa esposa. Él no podía creer tan irrepetible coincidencia en el vasto universo, fue como un puñal atravesando todo su sufrido corazón. Él calmadamente la saludó con un besamanos, como si nunca la había visto. Ella aparentaba estar sosegada también, mas por alguna y misteriosa causa su cuerpo contradecía un poco su actitud. Delphine, después de saludarlo lo ignoró por completo, como si nunca lo hubiera visto ni platicado con él en su vida, como si no le importará en lo más mínimo, como si algo le molestaba de él. Él se entristeció poco a poco por la inoportuna indiferencia de su amada, aunque su corazón empezaba a acelerarse a causa de una silenciosa valentía.




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