'El canto de las maldiciones'
Anders.
Todo mi cuerpo tiembla provocando los terribles espasmos que vuelven mi respiración atáxica.
—¿C-cómo que es... una maldición de hadas? —la voz apenas sale de mis cuerdas vocales. No diviso a Enerah sobre la cama, las lágrimas me han nublado la vista completamente.
—Capitán... las maldiciones de hada tienen un lazo potente el cuál no puedo quitar...
—Inténtalo. —ordeno con voz trémula.
—Es una tontería intentarlo, con suerte las brujas sextas y séptimas pueden. —inquiere.
—¡Que lo intentes!
—¡No puedo!
La molestia me pica por todo el cuerpo y ando hasta ella, toco uno de sus brazos pero su piel me quema el dorso de la mano haciéndome sisear.
—¡Joder!
—Yo no puedo hacer nada. Lo siento, capitán. —informa. —Tiene la maldición pero yo no soy capaz ni de quitarla ni de mirar quién la puso.
La ira transpira por mis venas nublándome el entendimiento; me da mucha rabia que en el mejor momento desde que toda esta mierda comenzó, esto vuelva al inicio. Se ha derrumbado todo lo que construí, mi vida, mis momentos, absolutamente todo, otra vez las maldiciones me persiguen y no lo soporto más. Me late el corazón frenético, el nerviosismo recorre mis venas como líquido que arde y me hace encenderme.
En ese momento, las luces del cuarto se apagan y siento la mano de Sohnya tocar mi brazo.
Las luces comienzan a titilar y se encienden del todo dejándome ver a Enerah en un estado completamente normal.
Mi respiración no me da tregua y me toca poner esfuerzo para poder aspirar y expirar sin dolor, cosa la cuál, me resulta casi imposible.
—Capitán, tranquilo... —se acerca la hechicera.
—No puedo, no puedo... ¡No sé qué hacer!
—Lo mejor que puedes hacer es buscar una hechicera... —musita mi hermana tratando de calmarme pero la hechicera la interrumpe.
—No, una hechicera no puede. —la corta Enerah. —Sólo una bruja séptima, o con suerte, una sexta. Aunque hay alguien más que sí puede...
No digo nada más al salir de la habitación, me pitan los oídos, necesito aire. Ando hasta la cocina, donde está Dalina.
—Dalina... —jadeo sin aire todavía, sentándome en una silla al lado del fregadero donde lava platos.
—Anders, —viene hacia mí después de secarse las manos— ¿qué pasa?
—Estoy... —trato de tomar aire entre frases pero no lo logro. —Es... toy...
—¡Anders, cielo! ¿Qué pasa?
—Dalina... —suspiro tratando de calmarme y tomar el aire que necesito. —Acabo de estar con Enerah, que estaba en permancía...
—¿Y? Me estás asustando. —farfulla apoyándose en la silla.
—Estoy maldito otra vez, Dalina.
La mujer pierde el color y se sostiene del lavabo. Me levanto a mantenerla de pie cuando se marea.
—¿C-cómo que estás maldito otra vez...? —cuestiona con la respiración agitada.
—Lo está, aunque parece ser que sólo él. —la hechicera aparece por la esquina del barco. —Es una maldición de hadas... Sólo las brujas séptimas y una sexta con muchísima experiencia pueden quitarlo.
Dalina se sienta abanicándose con las manos.
—Dios mío... —me froto las sienes tratando de calmar el martillo en mis sienes que está buscando que me suicide.
—Hay otra persona que se lo puede quitar, capitán.
Trago con fuerza enfrentándome a la cara de la hechicera, que me mira impasible. Esta mujer ha tomado mucha resiliencia últimamente.
—¿Quién?
—Marino Tártaro. —comenta sentándose enfrente mía. —Es un hechicero muy poderoso desde hace tiempo. Es una tortuga ancestral, tiene doscientos años pero su magia sigue siendo conocida y poderosa.
—¿Dónde se encuentra? —pregunta Dalina separando su cuello de la ropa para airearse.
—En la Isla Esmeralda, casi a las afueras del país.
—Me niego a mandar a los tripulantes tan lejos otra vez. —farfullo.
—Pues es la única opción, las brujas séptimas no quedan y las sextas viven escondidas desde que su magia se criminalizó —dice—. Así que, usted decidirá. —se levanta de la silla. —Lo dejo descansar, debe asimilar esto y necesitará fuerzas para lo que, de nuevo, se le viene encima. —me da una sonrisa ladeada antes de desaparecer por los pasillos del barco de nuevo.
x
Dakota.
No se atreve a mirarme a la cara; esa maldita perra no me mira a la cara. Han pasado dos días desde que encontré a esa vagabunda encamada con Jason.
<<Se tira a mi marido y no es capaz de mirarme a la cara.>>
Gilda se acerca oliéndome las ideas.
Necesito desquitarme, esa ramera se merece el escarmiento que le hace falta para que se centre en limpiar y no en levantarme el marido.
—Estate quieta que te conozco. —farfulla la ama de llaves.
—Se está acostando con mi marido. —siseo iracunda. —Se merece un escarmiento.
—Dakota, que te estés quieta. —musita. —Tu marido está haciendo diligencias; ha desaparecido un miembro de un partido político y está ocupado, no le des más trabajo, te lo suplico.
—Yo puedo valerme sola y no darle trabajo ni nada a nadie. —digo enfadada. —Estoy molesta porque ahora solo la veo saltando sobre mi esposo...
La ama de llaves se gira del fregadero y golpea la mesa con las manos, exaltándome.
—Sí se han acostado es porque los dos quieren. —me regaña. —Asume que el rey no te quiere de una vez. ¿No ves que no la ha despedido?
Sus palabras retumban en mi cerebro durante unos segundos pero me recompongo contestando:
—Sí me quiere, el único problema es esa zángana persiguiéndole y provocándole —siseo en voz baja justo antes de levantarme. —. Ahora le voy a dar el regaño que se merece.
—¡Dakota, no!
Salgo corriendo hacia la mujer que plancha ropa, abalazándome sobre ella, llevándonos la tabla y la plancha al suelo.