'La guerra de una Doufier'
Parte I: 12 de julio de 1857.
Maria Montague.
—¡Hija, ven, sal! —oigo qué me grita desde el jardín. —¡Ha llegado el señor Doufier!
Resoplo al oírla pero intento poner mi mejor cara y salir al jardín. Nada más cumplí los 18, la edad legal, el señor Doufier, Edward Doufier, comenzó a venir a visitarme a casa, a pretenderme, etc.
Nunca logró engatusarme, más bien fue mi madre quien cayó. Está loca, pero loca porque me case con ese hombre.
No es feo, tampoco mala persona, pero simplemente no estoy enamorada de él, estoy enamorada de otra persona. Joset Hemsworth. Él ya está casado y tiene hijos, pero tampoco es tan mayor, creo qué solo me saca 4 años.
Pero es una persona tan, pero tan maravillosa… es guapo —guapísimo—, agradable, es educado, caballeroso… simplemente el hombre perfecto.
Pero no. A mi me tenía qué perseguir el ruin qué me saca 10 años. Y ese era el qué tenía qué adorar mi madre.
Respiro hondo y salgo al jardín para encontrarme con ese señor. Repito, no es feo, es estilizado, con una ligera capa de barba de pocos días, y ojos oscuros, pero a quién yo quiero es a Joset Hemsworth.
—Buenas, señorita Montague. —me saluda.
—Hola, señor Doufier.
Nos quedamos quietos viéndonos cómo idiotas.
—¡María! —me regaña mi madre, acercándome a él. —¡Se saluda con dos besos! —me escudriña con la mirada para qué lo haga. —¿No has traído un té o un café o algo?
—No… —intento separarme para ir por el té, pero me empuja de nuevo a los brazos de Doufier.
—¡Ya voy yo! Tú quédate ahí, con el señor Doufier, tenéis muchas cosas de las qué hablar. —guiña un ojo ignorando mi mirada de ‘no quiero’, antes de irse a la cocina.
El silencio tenso se hace entre los dos de nuevo.
—Bueeeeno… ¿nos sentamos? —ofrezco señalando el pequeño porche con unas sillas y unas plantas a nuestra izquierda.
—Por mi bien, señorita.
Andamos hasta el pequeño porche, dónde nos sentamos, yo un poco más lejos de él pero él se acerca, colocando una mano en mi pierna, incomodando.
—Señorita Montague, no sé por qué se niega. Sí estamos destinados, se lo aseguro. —Intento tomarmelo con humor y río.
—¿Y eso porque?
—Mire a su alrededor. Todos quieren qué nos casemos, y formemos una familia…
—Si, todos, pero yo no.
—Créame qué le va a ser más beneficioso, señorita Montague.
—Veo qué aún conserva algo de decencia y me respeta el ‘señorita’. —río en un tono serio.
—Le aseguro qué dentro de no mucho será ‘señora de Doufier’. —asegura guiñando un ojo y en ese momento aparece mi madre con una bandeja llena de tazas.
Apreto los dientes aguantando las ganas de escupirle.
—Bueno, bueno. —se sienta mi madre, agarrando una taza de té. Sí este señor me interesara le pediría qué se fuera, pero no es el caso y agradezco qué se quede. —El señor Doufier me ha ofrecido tu matrimonio con él directamente, María.
Me quedo helada completamente y el color baja de mi cara.
—¿Ah, si?
—Evidentemente. Usted será de mi exclusiva propiedad, Montague. —murmura y las ganas de romperle la taza en la cabeza aumentan intransgresiblemente.
—Mira, María. La propuesta es para mediados de septiembre…
—¿A mediados de septiembre?! ¡Eso es en dos meses! —me quejo al oír a mi madre.
—Lo sé, pero ya están los papeles firmados.
—Espera… ¿que? —mi alma se rompe al oír qué de verdad voy a quedar atada a este señor. Muchas veces me ha pedido matrimonio pero nunca llegamos hasta ese punto. —¿Quién ha firmado los papeles?
—Yo los firmé aún cuando eras menor de edad, María. —la voz de mi madre comienza a oirse con pitidos y comienzo a marearme.
Me ha vendido. Cómo sí yo fuese un objeto, incluso cuando era menor de edad. Me ha vendido.
—Recién acabaron hoy los trámites y el matrimonio es completamente legal, así qué… bueno, ya estamos casados por lo civil.
—Eso no es posible.
—Lo es y es la realidad, María. —replica mi madre.
—¡No quiero casarme con este señor!
—¡Pero qué es lo qué te toca!
—¡Yo no he firmado esos papeles!
—Cuando eras menor de edad yo era tu correspondiente en la ley. Firmé tu acta de matrimonio cuando faltaban dos días para los 18, y los trámites han acabado ahora. Estáis casados legalmente, y lo celebraréis en septiembre y qué no se hable más. —me llena la impotencia al oírla hablar.
—No sabes cuánto te odio… —escupo con ira levantándome del lugar, pero antes de irme, vuelvo a girarme. —¡Si papá estuviera aquí, no permitiría qué me prostituyas solo porque tiene dinero! ¡Además a un degenerado qué me saca 10 años!
Todo pasa tan rápido qué no soy consciente. De un momento a otro, Edward se levanta, alzando su mano contra mí y dándome una bofetada tan fuerte qué me lleva al suelo. Toco la parte de mi cara qué siento qué arde.
—Mamá… me ha pegado… —murmuro al intentar levantarme, pero me agarra del brazo levantándome él con fuerza.
—No me vas a volver a insultar o te pasarán cosas peores, niña.
Lo qué más me duele no es el golpe, es ver qué mi madre está ahí sentada, sin hacer nada mientras qué mi ‘esposo’ me ha golpeado.
Me levanta en brazos, cargándome cómo un saco de patatas a sus hombros.
—¡Mamá, ayúdame, por favor, no dejes qué me lleve! —grito forcejeando cuando me da una colleja qué me deja mareada.
—¡Cállate!
Observo cómo mi madre se levanta y se posiciona en el camino donde me esta cargando.
—Es tu esposo. Lo siento, hija, pero ya no eres María Montague. Eres Maria de Doufier, de su propiedad. Eres su esposa. Adiós, hija.
—Ya lo habías planeado, ¿cierto? —pregunto sorbiendo con la nariz, se gira y me mira pero no dice nada.