Mar de Sales

Hermanos

Camina de un lado a otro. Los pasos resuenan sobre el piso de madera, erráticos, sin dirección ni ritmo definidos. Finalmente, toma asiento. El silencio es perfecto para dejar salir los pensamientos. Las manos se mueven de manera nerviosa sobre la mesa, dejando ver la angustia que siente. No puede seguir pagando el alquiler, pues cada mes aumenta. Hamel mira con lástima la cocina, la cerámica blanca manchada. El refrigerador, ya amarillento por el tiempo. Los gabinetes se han vuelto peligrosos, amenazan con caerse cada vez que se abren. El reducido espacio se ha vuelto sofocante. Antes, cuando vivía con la abuela y Rylan, no sentía esta casa como una pesadilla. Ahora que vive sola, le ha quedado grande por el espacio de tres habitaciones y chica por el hueco que le deja en el corazón. Han sido los peores ocho meses que ha vivido, desde aquella vez en la infancia. No recordaba lo desgarrador que puede ser vivir sola. Nadie te espera, nadie te cuida y nadie te velará.

—Trabajar hasta morir —susurra, con la mirada perdida en el botellón de agua. Su cerebro le pide hacer la lista de compras, y planificar los quehaceres de mañana, pero su corazón le pide descanso; llorar un poco e irse a dormir—. Quizás mañana todo cambie.

Se levanta, busca un lápiz y una hoja en blanco. Anota lo que falta, y vuelve a mirar a su alrededor para recordar lo que tiene por hacer. Limpiar las ventanas, quitar el polvo, y empacar, por si se decide irse.

Entra a su cuarto luego de una ducha. Se deja caer en la cama, las estrellas de plástico pegadas en el techo ya lucen desgastadas. Recuerda cuando las colgó junto a Rylan. Ella tenía doce años y era nueva en este lugar. La abuela se las compró, para que nunca se olvide de soñar. Pero ya no quedan energías para intentarlo. Sale temprano por la mañana para vender desayunos hasta el mediodía, hora a la que regresa a casa para dormir. Luego, en la tarde, trabaja como asistente de barra en un bar popular del pueblo hasta la medianoche.

—Se me va el tiempo —suspira, levantándose para vestirse.

Suena el celular, el nombre de Alicia abarca toda la pantalla. Mira la hora, comprueba que tiene tiempo para hablar con su amiga.

—Hamel, ¿cómo estás?

—Hola, algo estresada y agotada. —Vuelve a caer sobre la cama.

—Eso imaginé. —Se le escapa un corto suspiro de resignación.

—¿Qué pasa? ¿Ya le dijiste a Rylan que me escriba? Qué yo no soy la del problema, que no la pague conmigo.

—Lo sabe, pero está en una de esas, ¿etapas?

—¿Todavía? —Se sienta por la preocupación—. Pero esta vez le ha durado bastante, ¿no crees?

—Sí, descuida, está asistiendo con una psiquiatra.

—¿En serio? ¿y que le ha dicho?

—Bueno, resulta que él sufre de un ligero autismo —ríe avergonzada—. No es por chismear, pero no le cuentes que te lo dije.

—¿Autismo? ¿cómo así?

—Básicamente que no procesa la realidad con normalidad. Le cuesta entender las cosas de buenas a primeras y tiende a hacerse muchas preguntas, llevándolo al extremo de no encontrarle sentido a la vida.

—Si, él siempre decía que vive por inercia. —Duda—. Pero pensé que estar contigo sería suficiente.

—A veces encontrar a esa persona no es la solución —deja salir una breve risita—. Hemos hablado sobre eso, y no sabes la cantidad de perdón que me ha pedido.

—Es que suena insensible. No lo comprendo.

—Ni en su cabeza, ni en la mía, amarme va a ser el centro de su vida. —Suspira—. Suena mal, lo sé, pero la vida no cobra sentido por ello. Ni yo puedo decir que sentido tiene, solo vivo y ya, no me ando atosigando con preguntas.

—Es cierto, ¿quien tiene claro qué hacer con su vida? —sonríe de alivio—, pobre, nunca lo vi de esa forma.

—Cuidado y tú no tienes autismo también —Alicia bromea, aunque deja ver un poco de sospecha.

—No, qué va, yo sigo adelante sin cuestionar mucho.

—Además que la psiquiatra me dijo que nosotros mismos podemos degenerar nuestro cerebro al pensar por mucho tiempo de manera negativa, lo adaptas a pensar mal, algo así me dijo pero con palabras más técnicas.

—Demasiado cortisol. —Hamel ríe porque sabe a qué se refiere. Siente tranquilidad, por mucho tiempo pensó que sería peor.

—También me dijo que la depresión que tiene no es pasajera, es mayor. Su cerebro no genera los jugos que… las sustancias. —Respira pesado—. No recuerdo el nombre.

—¿Serotonina? ¿Dopamina? ¿Endorfinas?

—Algunas de esas, sí, terminan en “na”. —Exhala—. Soy terrible para memorizar esas cosas.

—Su historial de la infancia no es feliz, como se le podría desear. ¿Y qué te dijo?, tengo entendido que eso no tiene cura.

—No, no lo tiene. No le queda de otra que adaptarse, aceptarlo y romper los malos hábitos, cambiandolos por buenas rutinas de ejercicio, relajación y menos preguntas, en sí, menos estrés. ¿Cómo sabes tanto? ¿Acaso en nutrición te enseñan sobre eso?

—No, pero sí hay dietas para estimular las sustancias cerebrales. —Suspira—. ¿Por eso me llamaste? ¿Para que te organice otro menú?

—Sí, en realidad. —Siente vergüenza de ser tan obvia—. Tengo una lista que me recomendó la doctora, te la pasaré, y te pagaré, supongo que debe ser complicado hacer recetas con semillas de chía.

—No lo es, pero si me tomará una tarde de investigación —sonríe apenada—. Así que esta vez sí te aceptaré el dinero. —Mira la hora, ya no le queda tiempo—. Bueno, seguimos hablando luego, que tengo que ir al trabajo.

—Gracias Hamel, no sé qué haría sin ti, cuídate mucho por favor.

—Dile a Rylan que me llame, insístele, dile que dejaré de comer hasta que me hable.

—No juegues con eso. Pero sí le voy a insistir.

Cuelga, suspira y llena sus pulmones con tranquilidad. Da gracias al cielo por Alicia, no sabría qué sería de Rylan sin ella. Aunque la vida les ha enseñado afrontarla en soledad, encuentra consuelo en saber que su medio hermano tiene alguien en quien refugiarse de la tempestad. Hamel no tiene recuerdos de sus padres, por eso cree que es más fácil estar solo, porque no existe ese sabor de la nostalgia. Su vida en el orfanato es su infancia. Sin embargo, para su hermano, que sí creció junto a sus padres, sí supo a qué sabía esa vida. Él mismo le llegó a contar, en una tarde lluviosa, de cómo salía con su mamá cada día en la mañana para el colegio, y como su papá los recogía de regreso. Pasaban por la panadería de la esquina, para comprar el pan del día y un helado para alegrarle la tarde al pequeño. Perder esa alegría de repente, sin explicaciones; todo eso quedó marcado en la memoria. Hamel sintió pena y a la vez se compadeció de que ella no sabe lo que es eso. Algunos le han dicho que es una fortaleza. Le gustó tanto como suena, que lo convirtió en su lema. «Soy fuerte» se repite cada vez que siente debilidad, ya sea física o emocional. Cómo sabe el daño que puede causar el recordar, se abstiene de hurgar entre el dolor. Por treinta años se ha mantenido al margen de todo. Rechaza tener amistades cercanas, hasta posibles parejas. Sólo por medio de Rylan ha permitido que unas pocas personas se acerquen, volviéndose en las únicas que tiene. Como Alicia, que se ha vuelto su amiga por la cercanía, sin agregar la admiración que le tiene como una fanática desde antes de conocerla.




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