Prólogo
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Los secretos de Nazareth
EVANGELINE STOTCH HABÍA bajado las escaleras de su edificio a trompicones, con la bolsa de la basura en mano y tarareando una canción pop que salía mucho en la radio últimamente. Evangeline era la chica del tercer piso, esa que ponía el volumen alto los domingos y siempre mandaba el elevador a la recepción después de usarlo. No salía mucho de casa si no era necesario y algunos de sus vecinos sabían, por malas experiencias, que Evangeline tenía un problema con la ansiedad que no pudo resolver en la juventud.
Atravesó el portal y saludó a Emilio, el portero, cruzaron una sonrisa amable y el señor, quien estaba en sus sesenta y tantos, le sostuvo la puerta. Así Evangeline cruzó la puerta a paso apresurado y sintió el frío del otoño, su short a media pierna no le ayudó mucho y la camisa de tirantes no mejoró su situación. Rodeó el recoveco de su edificio, a botar la basura, porque el ducto normal estaba estropeado y no vendrían a mirarlo hasta el próximo lunes, así que a todos los vecinos tenían que bajar y hacerlo manual. Levantó la tapa del basurero municipal y dejó caer la bolsa, lo volvió a sellar sin hacer mucho estruendo y regresó a la vía transitada por tan pocas personas; era muy tarde. Se preguntó si tal vez debería cruzar la calle y comprar algunas provisiones para el resto de su noche, tal vez algo que subiría su colesterol y la dejaría mal del estómago unos días, al menos así no tendría que ir al trabajo.
Evangeline cruzó la calle, decidida a pescar unos burritos y un sixpack de cerveza, daba igual su buena alimentación, en casa la esperaban varias temporadas de asesinatos por descubrir. Había empujado la puerta de cristal y saludó a la señora asiática detrás de la caja registradora, le soltó una sonrisa agradable. Cogiendo de las estanterías lo que quiso fue a pagar, puso las cosas en el mostrador y escuchó pacientemente los «plips» del lector cuando agregaba algo a su cuenta.
Una vez saldada su deuda, empujaría la puerta y de regreso al frío casi decembrino, soltaría unos cuantos improperios. Evangeline vivía en la calle Foster, que terminaba en el paseo de la Roche y que desembarcaba en la calle del Burgués, se podía decir que vivía en una buena zona, no la más cara, pero sí lo suficientemente segura como para tirar la basura a esas horas. O eso creyó. Todo el tiempo que había residido allí creyó que no sería víctima del rurú, pero aquel ruido supuestamente inocuo, la había llevado a balancear su bolsa de la compra y al chasquido de sus suelas mojadas a mirar por la calleja subsecuente.
Al principio no pudo divisar nada en la oscuridad grisácea al final de la calleja, pero, entre más se adentraba algo pudo ver. Evangeline pensó que se trataba de un gato, nuevamente, o de algún cachorro abandonado, así había encontrado a sus dos mascotas en sus debidas ocasiones, pero al llegar al final se dió cuenta que no se trataba de ningún animalito buscando refugio en los brazos de algún humano con decencia.
No esperó ver a dos hombres tirar de los brazos de una mujer alta, tenía los rasgos afilados y peligrosos, estaba inconsciente y su cuerpo parecía tan pesado como el metal. Los hombres iban tapados hasta las hebras y sus manos no dejarían huellas porque las cubrían los guantes para invierno, iban erguidos, parecía que su intento de secuestro exitoso no les preocupaba en lo más mínimo. Hablando en voz baja llegaron al final del callejón, más Evangeline, muerta del susto y escondida detrás de un basurero municipal, no vió nada más, tenía los ojos fuertemente apretados y las lágrimas le escocían por las mejillas pálidas como la cal. Sentía la taquicardia subirle al cerebro cuando allí de cuclillas escuchó un golpe sórdido y luego un silencio espantoso. Le tomó algunos minutos volver a ser consciente de su cuerpo, luego otros tantos en evitar irse en vómito cada vez que intentaba reponerse u erguirse. Sentía que se tambaleaba de camino a su portal, con la bolsa tan quieta como debía estarlo, pero Evangeline a pesar de tener ésta sensación de desconcierto y abandono, no llamó a emergencias.
Llegó a su piso, el tres, abrió metódicamente su puerta con un veintisiete escrito en la puerta, encima de la merilla. Luego, dejó la bolsa sobre el mesón de la cocina y de camino a su habitación se quitó los zapatos un pie con el otro, su gato la miró desde el sillón pero no se movió, como si su dueña llevará algo pegado a ella, tal vez por eso el perro de pelaje dorado no corrió a su encuentro, y así, quedó tendida en su cama. Pocos minutos después, Evangeline se durmió sin más que una expresión vacía en el rostro, de miedo.
¿Por qué esos hombres tenían los ojos de aquel blanco sin pupila?
Editado: 16.06.2024