Marca de Erion

Capítulo 1: James

La luz del sol se sentía molesta en sus ojos.

James caminaba entre montes y árboles, cargando un manojo de leña que apenas le cabía en los brazos. Sus ojos, brillantes a pesar del sol de la mañana, revisaban el camino. El viento jugaba con su cabello, enredándolo aún más.

Él era un plebeyo, y su aldea, Asmalia, lo demostraba. Casas de madera, una iglesia olvidada y un bar con una reputación más que dudosa. Un pueblo atrapado en el tiempo, lejos de la nobleza y la elegancia de la capital. Algo que todos agradecían, pues la ausencia de soldados garantizaba paz y olvido.

Después de cruzar los caminos de tierra, James llegó a su casa. Su madre ya lo esperaba.

— ¡Tardaste! ¿Traes leña para tres días, supongo?

Lina era alta, de pelo negro azabache y ojos penetrantes. Nunca perdía el tiempo; para James, esa era su mejor y peor cualidad.

— Hice lo que pude, tuve que ir hasta el bosque más lejano —dijo James, depositando la leña con un golpe seco.

— ¡Basta de excusas! Trae esa leña de inmediato.

James suspiró.

«Podrías dejarme descansar cinco minutos», pensó. Pero claro, decirlo en voz alta solo era buscarse una hora extra de trabajo.

Esa tarde, el patio estaba lleno de humo de leña, el olor a comida se elevaba al cielo.

¡TOC! ¡TOC! Un golpe seco, tembloroso, rompió la tranquilidad.

En la puerta estaba Ever, el vendedor de frutas. Sudaba y temblaba, como si acabara de correr una maratón huyendo de un oso.

— ¡Ha pasado algo terrible, Lina! —Ever jadeaba—. Gran parte de nuestra mercancía ha sido destrozada... y acusan a James.

Lina dejó caer el cucharón.

— ¡Eso es una locura! ¿De qué estás hablando?

— Me han dicho que si no entrego al culpable, arrasarán con todo el mercado, ¡con todo el pueblo! No tengo opción, Lina. Me amenazaron. Dijeron que si no señalaba a alguien, el castigo sería para todos.

Lina sintió el miedo helarle la sangre, pero su voz se mantuvo firme.

— Mi hijo no ha hecho nada.

Una parte de ella lo sabía. Otra parte recordaba cada vez que tuvo que disculparse por las travesuras de James; desde niño era un experto en molestar y meterse en problemas. Pero esto... esto era demasiado.

— ¿Quién acusa a mi hijo?

La respuesta fue un golpe.

— Los soldados del reino.

Lina frunció el ceño. Sus labios temblaron mientras miraba a James.

Un murmullo interno, ansioso: «¿Por qué justo tenían que venir ahora?» El miedo se convirtió en determinación. No podía retroceder.

— Mamá... —James la observaba, con temor e inseguridad dibujados en su rostro.

De forma inesperada, Lina empujó a su hijo con todas sus fuerzas hacia dentro de la casa. Aseguró la puerta de madera con una llave pesada. El eco de los gritos de James resonó en la pequeña cabaña.

— ¡Mamá! ¡Déjame salir!

Lina apretó los puños. Se dirigió a Ever, sus ojos negros como el carbón.

— Voy a aceptar la culpa. Si preguntan, diles que fui yo.

Ever retrocedió, impactado.

— No, Lina. Yo... no sería capaz de hacer tal cosa.

— Entonces olvídate de nuestra conversación y márchate. Tengo cosas que arreglar.

Dentro, James dejó de escuchar la voz de su madre. El silencio era peor que el grito.

Mientras Lina se preparaba para enfrentarse a su destino, Asmalia se paralizó.

No eran soldados de Wisteria; eran figuras sombrías, vestidas con túnicas grises sucias y armaduras pálidas, manchadas de barro. O quizás, de sangre. Sus voces, frías y monótonas, cortaron el aire.

Hacía años que nadie veía un soldado real en estas tierras olvidadas. La gente susurraba.

Uno de los soldados, con una cicatriz cruzando su ojo izquierdo, espetó:

— Exigimos su atención. No desvíen la mirada. Buscamos a un niño. Es probable que esté en la aldea. No lo oculten.

— Y es crucial que respondan con honestidad. No queremos que haya derramamiento de sangre sin razón —añadió el segundo.

El Padre de la iglesia, un hombre robusto y canoso, se atrevió a preguntar:

— ¿Por qué dos lacayos del Rey buscan a un simple niño?

Los soldados se rieron. Era una risa seca, como huesos rompiéndose.

— No nos importa ese mocoso. Estamos aquí porque sus bromas han cruzado la línea. Y la destrucción de la mercancía es la prueba más reciente de su insolencia... La Puerta del Dominio.

Un murmullo de horror recorrió la multitud. La Puerta del Dominio. Nadie en Asmalia se hubiera atrevido a tocar la propiedad de la nobleza. Las travesuras de James habían escalado de un juego de niños a una ofensa capital.

— ¡Sé quién es! James Darwing. Vive cerca de aquí —un hombre saltó, haciendo una reverencia servil. Era Ever, temblando de miedo y culpa—. Él es el culpable de todos los puestos destrozados. Perdóname, James. Perdóname, Lina. No tuve elección.

— Agradecemos su cooperación. Su nombre era Ever, ¿verdad?

— Ever, para servirles, señores.

Dentro de la casa, los golpes en la puerta se hicieron más fuertes. James sentía la desesperación, la impotencia.

— ¡Mamá! ¡Mamá!

Pero no hubo respuesta. Solo el golpe sordo y rítmico de los soldados.

«No dejaré que esto termine así», pensó James, mirando sus manos. La escena de su madre preparándose para el sacrificio le golpeó con más fuerza que cualquier palo. «Te demostraré que he madurado.»

Sus ojos buscaron una salida. La ventana. Los barrotes eran viejos, pero fuertes. Necesitaba algo duro.

Una idea lo iluminó.

«¡Eso es! La leña es perfecta.»

Tomó el trozo más grueso de leña, el peso se sintió reconfortante. Con un golpe certero, no de rabia, sino de necesidad urgente, abrió un hueco lo bastante grande para deslizarse.

Estando afuera, se sacudió el polvo.

«Bien, ahora tengo que localizar a mi madre».

Afuera, la multitud estaba en shock. El dueño del bar, un hombre corpulento de barba espesa, rugió:

— ¡Maldito Ever! ¿Cómo has sido capaz de traicionar a tu gente de esa manera?




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