Marca de Erion

Capítulo 2: Dolor.

La voz de Lina resonó, atrayendo la atención de todos. Su cabello negro azabache contrastaba con la armadura pálida de los soldados. Su expresión era de acero. Sus ojos, afilados.

- ¿Quién eres tú? -espetó el soldado cicatrizado.

Antes de que Lina pudiera responder, una mano se posó en su hombro. Era el Padre de la iglesia.

- Hija mía, no cometas una locura.

Lina cerró los ojos y respiró hondo. La luz del sol se reflejó en sus pupilas.

- No tengo otra opción, padre.

Se dirigió a los soldados con una calma aterradora.

-Me llamo Lina Darwing. James es mi hijo. Y yo soy la única responsable de la interrupción.

Los rostros pálidos de los soldados se curvaron en una sonrisa demoníaca.

- Interesante. Las cosas ahora son mucho más fáciles.

- Aunque... -Lina rompió el silencio nuevamente, con la voz firme-: Yo soy su objetivo ahora. No el niño.

-Vaya. Conque piensas aceptar la culpa para salvar a tu mocoso. Es aburrido, pero si insistes... -dijo el segundo soldado.

- Así es. Soy su objetivo.

- Es aburrido, pero tenemos una misión que cumplir.

Ambos soldados desenvainaron sus espadas. El metal frío brilló, reflejando el terror en los ojos de los aldeanos.

El Padre intervino, sus piernas temblando ante el aura oscura de los seres. - Un momento, ¿qué piensan hacer?

- Nuestra misión es acabar con aquel que interrumpe la paz de este estúpido pueblo. Esa persona no merece vivir.

- ¿Quieren decir que matarán a Lina? -saltó el Padre confundido.

- Al fin lo comprendes, viejo.

Lina asintió, mirando directamente a las hojas. El miedo no se reflejaba en sus ojos, sino una profunda tristeza.

El Padre intentó tomarla del brazo:

- Lina, no lo hagas, ¡piensa en tu hijo!

- Viejo, es mejor que te mantengas callado, si no quieres morir también.

Lina se volteó hacia la multitud de aldeanos.

-Lo siento por todo. Siento los problemas. Gracias por haber sido mis vecinos. Gracias.

No miró atrás.

Las lágrimas corrieron por su mejilla justo cuando los soldados se movieron.

Las lágrimas corrieron por su mejilla. Como un único bloque de acero, los soldados se movieron. Las espadas le atravesaron el abdomen. La sangre brotó de su boca en un susurro, y Lina cayó.

- ¡Mamá!

James corría por la calle. Escuchó la voz suplicante del Padre. Justo cuando doblaba la esquina, vio las espadas. Vio el destello, y luego, el rojo. El grito se ahogó en su garganta. Llegó en ese instante. Demasiado tarde.

Había llegado tarde. Demasiado tarde.

Se dejó caer junto al cuerpo de su madre, sacudiéndola.

- ¡Espera, mamá! ¡No te vayas! -gritaba, suplicando que resistiera.

Lina apenas podía hablar, pero sus labios se movieron por última vez.

- Te quiero mucho, hijo mío.

Sus ojos se cerraron. Para siempre.

- No, mamá... por favor, no me dejes. ¿Por qué...? ¡Mamá!

Con el rostro bañado en lágrimas y el cuerpo temblando de forma incontrolable, se aferró a ella. La sangre en el suelo era la prueba de que su inocencia estaba rota.

Los soldados lo miraron con desprecio. Uno de ellos iba a guardar su espada, pero su compañero lo detuvo

- Todavía no hemos completado la misión.

- Es cierto -respondió el otro -Aunque matamos al responsable de la interrupción, James, el instigador de la blasfemia, debe morir. Es la ley del Rey: aniquilación total.

El Padre y el dueño del bar se dieron cuenta del peligro.

- Mire padre, parece que quieren hacer algo más.

- Tienes razón. Tengo un mal presentimiento.

James, aferrado al cuerpo de Lina, sintió un escalofrío. Oyó un ruido filoso acercándose lentamente. No era imaginación. Los soldados estaban sobre él, sus espadas alzadas.

Justo cuando las hojas estaban a punto de atravesar al chico, un destello cegador irrumpió en la escena.

Una figura encapuchada que se había mantenido oculta entre la multitud aterrorizada se lanzó. Detuvo con precisión los golpes de ambos soldados.

Los soldados retrocedieron, sorprendidos.

- ¿Quién diablos eres tú? -gritó el primero, la voz llena de furia.

El sujeto ignoró la pregunta. Se interpuso entre James y los asesinos, sus ojos ocultos brillando con fría determinación.

- Este niño no es vuestro objetivo. Vuestra misión aquí ha terminado.

Los soldados, enfurecidos, se lanzaron al ataque. El desconocido era increíblemente rápido. Con cada movimiento, conjuraba algo.

- ¡No puede ser! Es un hechicero -dijo el segundo soldado.

- ¡Vamos a matarlo!

La batalla fue una danza caótica: el acero contra la magia. El hechicero, consciente del dolor de James, luchaba para protegerlo. Esquivaba los golpes con agilidad, sus manos tejiendo patrones de luz y energía en el aire.

Con un movimiento rápido, Galen conjuró un Torbellino Ciclónico. El aire, cargado de energía azul brillante, levantó a los soldados y los arrojó contra el muro con la fuerza de un ariete.

- ¡Maldito! ¿De dónde salió este tipo?

- Vuestra crueldad no pasará sin castigo -La voz del encapuchado resonó con autoridad-. Esta tierra está cansada de vuestra tiranía.

- ¡Quítate de nuestro camino, sabandija!

El hechicero aprovechó el momento. Un escudo de luz se expandió en una onda de choque, arrojándolos de nuevo. Antes de que pudieran recuperarse, una red de energía azul brillante surgió del suelo, inmovilizándolos. Sus armaduras crujían bajo la presión.

- ¡Esto no ha terminado! ¡Él Rey se enterará! ¡Estás muerto!

El hechicero se acercó, su rostro aún oculto.

- Vuestro Rey es un títere. Y su tiempo está por acabar.

- Lamentarás esas palabras.

Con esa última amenaza, la red de energía se disolvió, y los soldados desaparecieron en una ráfaga.

Los aldeanos celebraron. El peligro había cesado.




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