—Nadie, excepto mi madre, me espera en casa. No tendrás que pelear con nadie más que conmigo —le aseguro casi con timidez.
«Por los dioses, ¿qué me está pasando?», me pregunto intentando no hiperventilar.
—Mucho mejor.
No pasan ni dos segundos cuando escucho un ronquido proveniente del hombre, por fin, descansando para que la tierra en su costado haga el milagro de curarlo.
Me siento en la silla para no caerme al suelo cuando siento que las piernas me tiemblan, me llevo la mano al corazón cuando lo noto palpitar con fuerza y respiro hondo para intentar calmarme.
Este sentimiento es un poco extraño y no sé si sea buena idea tenerlo en este momento. Tal vez me estoy confundiendo por la aventura en la que estoy metida.
Mi mirada se dirige hacia el general, tumbado boca arriba en el catre, y me acerco a él con cautela para no despertarlo. Me acuclillo a su lado para observar sus facciones con más detenimiento e, involuntariamente, mi mano se alarga hasta su rostro para delinear con la yema de mis dedos su mandíbula en forma de triángulo.
Su piel está bronceada y es suave ante mi tacto.
Mis ojos empiezan a cerrarse por el cansancio, sin embargo, no hay ningún otro catre donde pueda echarme una siesta. Aunque… Tal vez… Mi mirada se clava en el hueco que queda entre la pared de tierra y el hombre. No es que sea muy amplio, pero no necesito mucho espacio.
«¿Debería tumbarme y dormir a su lado?»