Marcada por la sangre (parte 1)

Capítulo 26

Por supuesto, es mi padre. No dejaré que nadie lo mate

 

Mis pies se han quedado quietos en el primer escalón de la escalera y mi cerebro intenta encontrar alguna manera de escabullirme sin que el general se entere. 

—TN —me llama Pavel sin apartar la mirada de los ventanales—. No leo la mente, pero sé que estás pensando en ir tras tu padre. No lo hagas o podrías hacer que fallezca por protegerte —me advierte echando un vistazo hacia mí por encima de su hombro. 

—Creo que has llegado a conocerme demasiado bien. ¿Sabes qué? Voy a quedarme aquí —le digo sentada en el sillón, al lado de la chimenea. Cojo un libro y lo abro—. Así vas a poder vigilarme mejor. 

—No aguantarás toda la noche despierta.

—¿Quién lo dice? Tengo mucho aguante. No me has visto solapar una noche de fiesta con una sesión de fotos o un desfile —contesto indignada por su falta de fe en mí. 

—Ya lo veremos. 

 

Ya llevo casi medio libro leído y el sol aún no sale por ningún lado. «¿Qué hora es?», me pregunto con un bostezo. 

—Sube y descansa en tu cama —me dice el general en la misma posición en la que lo dejé hace varias horas. 

Alzo la mirada hacia él, frunzo el ceño e inquiero:

—¿No te duelen los pies? 

—No. Estoy acostumbrado a soportar muchas horas de pie, tumbado, acuclillado, de rodillas o la postura que mejor me convenga para hacer una guardia. Sube a descansar.

—Estás pesadito con que suba a mi cama. No quiero dormir y, mucho menos, sola —confieso, aunque el bostezo no me da mucha autoridad. 

—Como quieras, cabezota. 

—¿Sabes algo de lo que está pasando con la caza de Mijaíl? —me intereso esperando que me diga que todo ha acabado y que todos regresan sanos y salvos. 

—Aún no. Están trazando un plan para hacer una emboscada y acabar con todos los demonios a la vez. 

—¿Pavel? —lo llamo captando su atención. Clava su mirada en mí y pregunto con un hilo de voz—: ¿Crees que puedo llegar a ser una buena reina de los vampiros? 

El chico parpadea con perplejidad, respira hondo y suelta la contestación mientras se acerca para sentarse en el sofá:

—Con el tiempo lo llegarás a ser. Estoy seguro de ello. 

Siento que el corazón me late a mil por hora y mi temperatura corporal aumenta con cada mirada penetrante de ese hombre. Sacudo la cabeza para salir de aquel hechizo que parece lanzarme, dejo el libro en la mesita auxiliar y me encamino hacia la cocina para preparar un poco de café. 

Quiero alejarme de él un momento para respirar y necesito cafeína para continuar con los ojos abiertos. 

Trasteo en los muebles buscando la cafetera y el café, la preparo, la dejo en el fuego de la hornilla y me asomo para ver al general. Continúa sentado en el sofá, con la espalda apoyada en el respaldo y los brazos cruzados a la altura del pecho. 

Mi respiración empieza a agitarse sin ningún aviso y me abanico con las manos para hacer que el calor que siento subir, desde los pies a la cabeza, disminuya lo antes posible. «Por los dioses, ¿qué me está pasando?», me pregunto con un poco de miedo por no saber lo que sucede en mi propio cuerpo. 

Siento una punzada en mi omóplato izquierdo y llevo la mano a él para masajearlo. Está ardiendo como nunca lo ha hecho y me asusto cuando el calor traspasa la sudadera del chándal. 

Mi visión se nubla y mi cabeza da vueltas como una peonza haciendo que me maree más y más. Me agarro a la encimera del mueble, pero mis manos resbalan y caigo como un saco de patatas al suelo de madera. 

Escucho a lo lejos la voz del general y abro los ojos lentamente, intentando enfocar su rostro en mi campo de visión. 

—¿Qué te ocurre? —me pregunta con preocupación, sosteniendo mi cabeza en su regazo, lejos del suelo. 

—No… No lo sé —contesto con una mueca de dolor y placer cuando su mano se posa en mi omóplato izquierdo. 

Noto cómo aparta su mano al sentir el calor que desprende esa parte de mi anatomía, frunce el ceño y me coge en brazos para tumbarme en el sofá.

Baja la cremallera de la sudadera y me la aparta lo suficiente como para poder ver bajo mi camiseta la marca de nacimiento con forma de una gota de sangre de mi omóplato izquierdo.

El rostro se le queda pálido y no me parece un buen augurio. 

—¿Qué pasa? ¿Por qué me duele? —quiero saber con un hilo de voz mientras siento que ardo por dentro, llena de deseo con solo sentir el roce del general en mi cuerpo. 

—¿Quieres que te diga la verdad? 

«Buena pregunta. ¿Quiero?»

 




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