—Te has vuelto a perder El Despertar — me reclama mi madre con su voz de regaño.
Ella y mi abir entran por la puerta de la cocina desprendiéndose de las túnicas azul claro que llevan encima de la ropa de vestir. Mi padre deja su capazo de esparto lleno de verduras y leche encima de la silla que hay al lado de la entrada, lo que me da a entender que han ido a comprar en su caminata de vuelta al pueblo.
Termino de engullir el trozo de manzana sentada en mi lado de la mesa mientras sigo a mi madre con la mirada y mi cabeza empieza a maquinar treinta mil excusas. ¿Cuál debo poner hoy?
El Despertar del Sol es un ritual norari que se hace todas las mañanas desde tiempos ancestrales. Todos los días de la semana, todas las semanas del mes, todos los meses del año. Todas son todas. A muchos viajeros les parece agotador cuando conocen una de nuestras costumbres. A mí también, pero no se puede hablar mal.
Siempre me pierdo El Despertar del Sol por la única y básica razón de que el Sol se despierta siempre antes que yo. ¿Por qué alguien debería estar despierto cuando aún no hay luz? Totalmente incomprensible. Pero mi madre no considera que eso sea una excusa aceptable. Así que cada mañana debo de pensar en una nueva.
—Anoche no pude dormir pensando en el Bahara, emira —contesto con la voz más convincente que me sale—. Y claro, esta mañana se me han pegado las sábanas.
—Deberías aprender más de tu amigo Darion —me suelta, abrochándose el delantal en la espalda—. Nunca falla.
Requiero de toda mi fuerza de voluntad para no poner los ojos en blanco. Darion es perfecto, ya lo sabíamos, siguiente tema.
Mi padre canturrea alegre por la casa hasta que vuelve a entrar en la cocina y empieza a sacar las verduras del capazo, colocándolas con cuidado encima de la encimera, abre el grifo del fregadero, inútilmente ya que no sale ni una gota de agua.
—Vaya —se queja y con las zanahorias en la mano se mueve hacia el ánfora que tenemos al lado de la despensa.
—¿Otra vez los cortes? —pregunta mi madre intentando encender el fuego de la chimenea.
Termino rápido lo que me queda de manzana pero no me muevo de mi sitio. Se me estampa una mueca de horror en la cara y maldigo internamente al darme cuenta de que se me olvidó rellenarla cuando me levanté y me voy a llevar la reprimenda del siglo. Mi padre la mueve con demasiada fuerza para una simple vasija de cerámica vacía y casi se le cae al suelo. Mamá ha conseguido hacer fuego y está demasiado distraída sacando las espinas del pescado, está de espaldas a nosotros y agradezco que no pueda ver la cara de advertencia que me dedica mi padre cuando se da cuenta de que no he realizado mi tarea. Le hago un gesto de súplica y me guiña un ojo.
No sé cómo vamos a salir de esta sin que mi madre se de cuenta que no hay agua en la cocina. Mi padre debe salir a por el agua del patio sin que mi madre se entere para poder limpiar las verduras. Toda una faena, ya que tiene los sentidos hiperdesarrollados.
El agua en mi país funciona de una forma muy curiosa: si llueve, hay; si no, pues no hay. Y cada vez llueve menos. Lo que mi madre llama "cortes" es en realidad sequía. Pero sería demasiado caradura echarle la culpa a la falta de lluvia el que no haya ido a rellenar el ánfora al depósito que tenemos en la terraza del tejado.
—Nayela, —me llama papá— ¿por qué no sacas la leche y la pones en la despensa?
Me cuesta pillar los gestos que me hace con la cara hasta que me levanto y él entra a la despensa fingiendo buscar algo. Me acerco muy despacio hacia la silla donde hay el capazo y saco una botella de leche que dejo encima del mármol y con disimulo agarro las patatas que mi padre había dejado en la encimera y las vuelvo a colocar en el capazo. Hago como si sacara otra botella de leche y meto más verdura. Repito la acción tres veces más y no sé si mi madre hoy está distraída o prefiere hacerse la loca, pero no dice nada. Agarro el capazo lleno de verduras y dos botellas de leche con una mano y la otra botella de leche que he sacado al principio con la otra mano y me dirijo a la despensa donde mi padre y yo hacemos el intercambio. Yo saco las botellas de leche que quedan y él mete las zanahorias. Coloco las botellas en su sitio mientras oigo a mi padre decir que se va a dar de comer a Elvira y sale por la puerta del patio.
—¿Eso no es tarea de Mariselle? —Oigo a mi madre preguntar cuando aparto la cortina de conchas de la despensa.
Mi padre vuelve al cabo de diez minutos con las verduras limpias y mi madre me manda tareas que me mantienen ocupada por toda la casa durante al menos una hora. Al terminar, me sirvo un vaso de agua del ánfora que ha terminado rellenando papá. Me quedo mirando hipnotizada mientras mi madre pone a freír en una sartén la cebolla, las patatas y las zanahorias cortadas con una rodaja de limón, un buen chorro de aceite de oliva, sal y pimienta. Lo hace con gusto. A mi madre le encanta cocinar y no es mala cocinera. El suave olor me inunda las fosas nasales en cuestión de segundos y reacciono.
—¿Vas a hacer skim? —por favor di que no, aunque me temo lo peor.
No me gusta el pescado. Lo toleraría si lo comiéramos una vez a la semana y no prácticamente cada día. Mi madre me mira mal, coge una espátula de madera y se pone a remover las verduras con brío.
—Te lo vas a comer todo o no hay cena —suelta yendo hacia la despensa a por vino—. No empieces con tus tonterías. Hay que comer de todo.
Pero si nosotros solo comemos pescado.
Parece que puede leer mis pensamientos y me pone su cara de pocos amigos mientras echa vino blanco al salteado como si lo regalaran, retrocedo en un acto de autodefensa.
—Mejor me voy a lavar la ropa —anuncio con prisas.
Me escabullo por la puerta que da a la entrada y subo con afán por las escaleras.
—¡Servicio de habitaciones! —abro la puerta del cuarto de mi hermana pequeña de sopetón.