No le mentí a mi madre cuando le dije que no podía dormir pensando en el Bahara.
El festival que da la bienvenida a la primavera es uno de los más celebrados en mi comunidad y también es mi favorito. El Bahara marca el final del invierno y la llegada de una nueva estación con una serie de rituales, banquetes, danzas y actos simbólicos destinados a renovar el pacto entre el pueblo, la tierra y el mar.
Los pueblos y ciudades se llenan de flores en los balcones y terrazas. Se cuelgan banderines de colores por todas las calles y estandartes de Norin en las plazas más concurridas. Las horas de sol se alargan y los días parecen durar más. En el mercado llegan productos nuevos, la gente está de mejor humor con la llegada de la primavera y así es más fácil regatear.
Es de las fiestas más alegres que tenemos en la isla. El festival de verano no está mal, pero a mi parecer, nada se le compara al Bahara. Tiene un significado especial para mí, no sé muy bien por qué, pero me hace sentir bien. Será el cambio de buen tiempo.
Desde hace dos años hago parte de las norari encargadas de realizar el baile tradicional. Me encanta ese baile. Todo el mundo se viste con los mejores trajes tradicionales que tienen en el armario y salen a celebrar el equinoccio de primavera en comunidad. Nunca nada malo pasa en el Bahara.
Miro atenta por la ventana del salón de casa. Mi mirada se fija en todos y cada uno de los vecinos que pasan por la calle. Ya se respira el buen ambiente. La gente va silbando contenta o canturreando alguna melodía mientras sale o regresa de sus casas. Cuando algún campesino se encuentra con otro que también transporta sus productos en carro se paran a hablar y uno de los cede el paso al otro, ordenando a su bestia retroceder. Sin gritos ni insultos. Todos los transeúntes se saludan cuando se cruzan. Los niños que corren calle abajo jugando con balones hechos de cuero o haciendo girar sus peonzas no son regañados por los ancianos que, a duras penas, consiguen dar cuatro pasos sin pararse.
La isla y su gente parece transformarse en esta época del año. Incluso yo voy a algún Despertar del Sol. A alguno. No a todos.
Mi madre me agarra de los tobillos con fuerza y me los junta. Pierdo la concentración en lo que estaba haciendo y aparto la mirada de la ventana mirando hacia abajo encontrándome con su mirada penetrante calcinando mi cara.
—¡Estate quieta! —me regaña.
—Pero, ¡si no me estoy moviendo! —refuto.
Mi madre se levanta con una aguja en la boca y el ceño fruncido. Me acomoda las mangas largas en ambos brazos con más fuerza de lo normal. Las sacudidas hacen que me tambalee y casi pierda el equilibrio en la pequeña tarima donde estoy subida.
—Emira. —Mi hermana entra al salón con su dikal puesto—. Me sigue quedando pequeño.
Su vestido tradicional es precioso. Es de color azul celeste. El vestido es largo, de corte acampanado y muy elegante, con bordados finos en dorado y plateado en la parte inferior de la falda, las mangas y el pecho. La blusa está bordada con pedrería y lentejuelas, formando patrones florales y geométricos. Tiene mangas largas de tul transparente con bordados a juego. La falda es amplia y plisada, decorada con delicados detalles dorados, especialmente cerca del dobladillo. La tela es más suave que la del resto de dikals.
Mi padre le hizo un buen trabajo a un marqués del sur hace unos años y le pagaron bastante bien. Comimos arroz con pollo casi un mes y con el dinero que sobró mamá se fue a Portuma a comprar telas nuevas. Resultaron ser más caras de lo que pensaba y sólo volvió con estas. Le hizo un vestido tradicional a mi hermana y yo heredé el que mi madre llevaba de joven. En su momento no me quejé porque es de mi color favorito, pero visto en perspectiva, fue un poco injusto.
Mi hermana ha dado un pequeño estirón estos dos últimos años. Está a las puertas de la adolescencia y estaba claro que su precioso vestido no le iba a quedar para siempre. Su cara dibuja un puchero y mi madre se acerca a ella para tirar de sus mangas igual que ha hecho con las mías, pero no hay solución. Le llegan a los codos. También se le ve la piel de las piernas un palmo por encima de los tobillos y se le nota que la tela le aprieta en torno a su torso. Le queda pequeño. Mi madre la manda de nuevo a arriba para que se cambie.
—No hay nada que hacer, emira —le digo cuando vuelve a arrodillarse para coger el bajo de la falda—. El año que viene, le habrán crecido los pechos y se habrá estirado un palmo más y ya no lo podrá llevar.
—Bueno, entonces tendrá que llevar el tuyo —suelta poniendo agujas en los bordes de la tela—. Yo te puedo dejar el que llevaba cuando me casé con tu abir...
—¡No, ni hablar! —le suelto de sopetón.
Sé que el dikal que llevo ahora no es mío, sino de mi madre cuando tenía mi edad, pero me gusta mucho como me queda. Parece hecho para mí.
—Lo siento, emira. —me disculpo cuando se levanta con los brazos en jarras—. Es que siempre he heredado tus dikals y a Mariselle le hiciste uno nuevo. No me quejo, pero es que este me gusta mucho y solo se ha encogido un poco de mangas. No voy a crecer mucho más, así que aún me puede durar unos cuántos años más. Por favor, no se lo des a ella.
La miro con cara de súplica. Mi madre rara vez da su brazo a torcer, pero sabe que si se lo comento a mi padre, él le convencerá de lo que yo quiera.
No distingo muy bien la expresión que se le forma en el rostro antes de hablar.
—Te he dado mis dikals porque me recuerdas a mí de joven —empieza—. No sabía que este te gustaba tanto, pero no nos podemos permitir ahorrar para telas nuevas.
—Me pondré a trabajar —le digo y casi me arrepiento en el acto.
Mi madre pone una mueca de incredulidad mientras me aprieta la cintura.
—Aún queda un año —trato de convencerla—. Ayudaré a ahorrar por las telas nuevas de Mariselle si yo conservo este vestido.