Los dos caballos árabes de un color marrón tierra, con melena y cola negras, están enganchados al carro mediante un arnés de cuero que rodea sus cuellos y pechos. El carro, hecho completamente de madera, con adornos en los lados, es típico de mi región. Tiene cuatro ruedas grandes con radios también de madera. Es alargado, estrecho y abierto, con una estructura de barrotes verticales y, como siempre, está a rebosar de gente. El conductor parece estar impaciente y me lanza una mirada reprobatoria cuando consigo subirme a la parte trasera ayudada por mi amigo que tira de mí y casi me hace aterrizar encima de la jaula con poñuelos de una señora que se aparta antes de mirarme con desdén.
—¡Lo siento, Rek! —le grito al conductor, casi sin aire—. Te pagaré el dinar que te debo cuando lleguemos.
Niega con la cabeza antes de volverse a girar y azotar las correas de los caballos. El carro empieza a moverse con lentitud mientras da una vuelta a la plaza y encamina su trayecto por la calle principal del pueblo hacia las afueras.
—Pensaba que no llegaba. —Suspiro aliviada mientras me aliso la camisa blanca del uniforme al sentarme frente a Darion.
—No sería la primera vez que pierdes el carro. — Sonríe de lado y le doy un puntapié con la mala suerte de que mi amigo retira su pierna a tiempo y le doy en el zapato de esparto de la señora con la jaula de poñuelos que me vuelve a mirar mal, pero no me dice nada.
Mi amigo tiene que girarse disimuladamente para que no lo vean reírse mientras yo le dedico una sonrisa afable a modo de disculpa a la pobre señora.
—Ya te vale —digo a regañadientes al chico que tengo al lado.
Darion me mira divertido antes de señalar la mancha que llevo en la parte superior de la falda azul marino.
—Lo sé, gracias por recordármelo. —Froto la parte perjudicada con los dedos pero no se va—. He intentado de todo, pero no se va, creo que voy a desistir.
—Hace más de un mes que la llevas, ¿Has probado con jabón?
Su sonrisa de medio lado no tarda en salir y debo contener todas mis fuerzas para no encasquetarle una hostia.
—Eres muy gracioso, ¿lo sabías? —replico con ironía.
El hombre sentado enfrente de mi amigo nos manda a callar y Darion y yo nos miramos con sorpresa antes de sonreír con vergüenza. No me había dado cuenta que hemos estado alzando la voz. La gente que suele coger el carro público a estas horas de la mañana lo único que quiere es tener el viaje en paz.
Darion y yo discutimos por la mancha en voz baja. Insiste en que me la hice antes del Bahara y yo insisto en que es imposible, porque por las fiestas lavé toda mi ropa con el jabón de lavanda que me regaló y estaba todo limpio.
A mi mejor amigo parece que le encanta discutir conmigo por tonterías. Siempre está chinchando, y la verdad, aunque pueda enfadarme en algún momento, me gusta tener esta dinámica con él. Siempre estoy cómoda y agusto a su lado.
Casi una hora después de partir de Tarimel, hacemos la primera parada en Fiorgul, un encantador pueblecito donde hay salmas* y salmas de árboles frutales y campos cultivados con todo tipo de verdura. La mayoría de las cosechas acaban repartidas en la Región del Sur, especialmente en la capital. Ellos se quedan las mejores cosechas y nosotros las verduras manchadas o picadas.
Observo como tres personas se bajan del carro antes de volverse a poner en marcha y durante un buen rato no soy capaz de apartar la mirada de las vistas. El olor a campo es intenso, pero tiene algo que grita "hogar". En Selmorin se baja la señora de los poñuelos y cinco personas más. La mayoría de nosotros vamos a Portuma, la capital de la región. Ya sea por trabajo, de visita, al médico o a estudiar, como es el caso de Darion y yo.
Durante el último tramo del trayecto, que es el más largo, Darion propone repasar los temas que entran a examen hoy. Después de pasar dos horas y media sentada en el carro, tengo el culo y la espalda adoloridos. He estado un mes estudiando en casa, sin ir a la Academia y ya se me había olvidado lo cansado y tedioso que es el viaje.
El carro nos deja en la plaza principal de la ciudad, y desde allí, tenemos que caminar cinco minutos más hasta llegar a la Academia Naval, que se encuentra al lado del puerto, por supuesto, para hacer más fácil las prácticas. Darion y yo recorremos las calles a gran velocidad, no es que lleguemos tarde, pero después de dos años nos las sabemos de memoria. Mi falda larga y plisada hasta los tobillos se mueve con suavidad entre las casas de todas las tonalidades: ocres, rosas desvanecidos, amarillos, verdes lima,.... Nuestros uniformes, blancos y azules, destacan entre la ropa de la gente humilde que sale a comprar o a trabajar. A medida que nos acercamos, divisamos el pequeño muelle antiguo. Los barcos de pesca amarillentos se mecen suavemente con el oleaje de la mañana recién estrenada. Las redes tiñen de sal el aire mientras se secan al sol. El mar, claro y turquesa, parece pintado como en un bonito cuadro. Hay algún pescador que pasea descalzo por la orilla recogiendo conchas, arrastrando su barca con tablas gastadas.
Al girar a la derecha en la última calle a primera línea del mar, nos encontramos con la Academia Naval de Portuma. La más antigua de las dos que hay en la región. La otra, está al norte, en Siluran y la abrieron hace poco más de diez años. Esta es mejor y también está más cerca de casa. Cada una de las cuatro regiones de la isla tiene sus Academias Navales, son bastante importantes en el país, sobre todo en las regiones del sur. En Llanuras, la mayoría de pueblos no tienen salida al mar, así que nos dedicamos a la agricultura y la ganadería, principalmente. Aún así, en las ciudades, muchos jóvenes optan por ser marineros o pescadores. Somos una isla y al fin y al cabo dependemos mucho de la pesca y el comercio exterior.
En la acera, delante de los grandes barrotes negros abiertos de par en par, se acumulan más de dos docenas de estudiantes, hablando y riendo entre ellos. Los exámenes finales van a empezar en menos de veinte minutos y no tengo tiempo para pararme a saludar a nadie. Darion, por otra parte, se despide de mí antes de que atraviese la entrada, con un apretón ligero en el brazo y se une a un reducido grupo de chicos que lo reciben entre gritos y palmaditas en la espalda. Me quedo unos segundos rezagada mirando como Darion se divierte con sus amigos antes de dirigirme hacia la entrada del edificio. Cruzo el pequeño jardín con césped y me adentro en del edificio blanco con ventanas y persianas de color azul.