—¡No voy a hacer semejante disparate! ¡Ni tan siquiera lo conozco!
—Para eso están las cartas y los retratos —me rebate mi madre.
Resoplo cansada de la situación. Caminamos calle abajo hacia la casa del retratista del pueblo y nunca había tenido tan pocas ganas de ir a un sitio en mi vida. A mis padres les ha parecido buena idea ocultarme durante tres meses que acordaron con el herrero de Korveta que su hijo pequeño y yo nos íbamos a conocer durante el verano. Es decir, nos han arreglado citas porque quieren que nos casemos.
Estoy viviendo una pesadilla. Se supone que debería estar buscando mi oficio, así lo acordé con Darion, y no haciéndome retratos y escribiendo cartas que no me apetece escribir con un chico un año menor que yo que lo único que quiere, seguramente, sea tener casa y taller sin que le cueste un dinar.
No tengo con quien quejarme de la situación; Darion está en medio del mar, mi hermana apenas se le ve el pelo por casa y Tarik trabaja en el campo de sol a sol con su padre. Mi madre, en cambio, está pasando por el verano de su vida. Su hija pequeña se prepara para entrar en la Academia Religiosa y su hija mayor está apalabrada con un desconocido ¡Qué emocionante! Pero la mayor traición ha venido por parte de mi padre. Él siempre me había apoyado en todo, fue al único al que le pareció buena idea que entrara en la Academia Naval con quince años para no prometerme demasiado pronto. Lo tenía por una persona racional y resulta que esta locura ha sido idea suya. Ha caído en picado en mi escala de familiares favoritos. Abuela Ayrin, allí donde estés (con Norin, seguramente), te mantienes inquebrantable en el número uno.
Me paso la siguiente hora estática, sentada en un taburete de base redonda que me deja el culo como una carpeta. Silman, el retratista, no es nada simpático y parece tener una prisa descomunal para terminar de pintarme. Me incomoda el hecho de que por pintarme con prisas me saque todas las imperfecciones de mi cara en el retrato. No quiero gustarle al hijo del herrero de Korveta, pero tampoco quiero que piense que soy fea. No soy una belleza, pero mi abuela siempre me decía que no tenía competencia en el pueblo.
Mi madre se queda satisfecha con el trabajo de Silman, que le cobra los ahorros de un mes. Me hace sentir fatal que mis padres gasten tanto dinero en algo que no llegará a puerto porque no pienso casarme con nadie, a menos que...
Necesito que Darion vuelva ya de su viaje.
Mi emira y yo caminamos en silencio de vuelta a casa. Ella no deja de mirar los retratos que me acaban de hacer y justo antes de cerrar la puerta del jardín, comenta que debería escribirle una carta al chico y adjuntarle el pequeño retrato en el sobre. Pongo los ojos en blanco sin que me vea. No pienso ser la primera en escribir. Parecería que estoy muy interesada o demasiado desesperada... y no es el caso. Solo necesito un mes más.
Encontraré mi oficio, ya tengo algo en mente y si funcionara sería mi salvación. Solo me faltaría encontrar valor para tener una charla con Darion a su regreso y mi vida estaría llena y encaminada. Pero mis padres no me ayudan.
Paso la siguiente semana en el cobertizo que tenemos en el patio, al lado del gallinero. Mi padre suele tener unas cuantas herramientas colgando de la pared por si se presenta un cliente entrada la noche. La mesa extensa y los diferentes cuencos de metal y cerámica son idóneos para mi pequeña idea.
He estado rebuscando entre el libro de recetas antiguo de mi abuela y, en las últimas páginas encontré anotaciones de cómo hacer jabones y perfumes. He decidido centrarme en hacer jabones, de momento.
El sol de mediados de junio calienta las losas del patio cuando arrastro el caldero más grande que tenemos hasta el rincón del cobertizo donde arden las ramas de olivo seco, que he preparado hace una hora. El humo azul sube despacio, mezclándose con el aroma que trae el viento del mar. He estado juntado, durante días, las cenizas del fogón —de sarmientos, de cáscaras de almendra, de ramitas de higuera— y las he guardado en una tinaja de barro, esperando este día.
Sigo las instrucciones dadas en el trozo de pergamino de mi abuela. Así que, sobre el banco de piedra coloco un cubo de madera con un paño grueso al fondo, y allí vierto, con sumo cuidado, las cenizas. Después, con la jarra de barro, voy echando agua caliente poco a poco, dejando que el líquido descienda por las cenizas y gotee por el borde inferior en una olla de cobre. Pruebo su fuerza con un huevo: si flota sin hundirse del todo, la mezcla estará lista. Sonrio; la vieja fórmula de la jinna sigue funcionando.
En el caldero, derritio los restos de sebo de cabra que el carnicero me ha guardado a cambio de media docena de huevos. A falta de aceite de oliva (demasiado caro para desperdiciarlo en una prueba de jabón), uso lo que tenemos por casa: grasa animal y un chorrito de aceite rancio, de la última cosecha. El fuego lame el fondo del caldero, y el olor a grasa derretida llena el aire.
Pasado un rato, que me parece una eternidad, la mezcla empieza a burbujear y vierto la lejía, poco a poco, mientras remuevo con una pala de madera. El líquido chispea, se espesa, se vuelve turbio. Dudo un momento y vuelvo a repasar el pergamino de la jinna, temerosa de haberme saltado algún paso o de haber echado de más algún ingrediente, pero no ha sido así. Sigo removiendo hasta que me duele el brazo y debo seguir con el izquierdo.
La masa se vuelve opaca y densa. Aprovecho para añadir un puñado de sal marina, que me trajo mi padre del puerto. La sal hará que el jabón se corte, según las anotaciones de la abuela, separando lo limpio de lo impuro. Y así es: el líquido claro empieza a apartarse del fondo, y la pasta, espesa y amarillenta, se reune en la superficie.
Cuando el fuego muere, vierto la masa en una caja de madera, que me ha hecho mi padre después de suplicarle durante horas, forrada con trapos viejos. Allí se enfriará y mañana por la mañana, el bloque estará firme.