Maresía

Capítulo 9

No sé cuántos días llevo viniendo a la playa por las tardes, pero parecen una eternidad. Emira dice que tendría que ir por la mañana temprano, al Despertar del Sol, y no a ver el anochecer. Pero a mí me gusta más ver como se pone el Sol.

No hay día en que no piense en él. El hecho de que no lo haya visto por última vez en el funeral, me da una cierta falsa esperanza, como si todavía estuviera navegando por algún rincón de este amplio y basto mar y fuese a regresar.

Debería haberme graduado con él.

Las dudas y los arrepentimientos me acorralan por la noche, no me dejan dormir. Por la mañana me dedico a hacer jabones, más que nada, para mantener mi mente ocupada ya que el negocio no va tan bien como me esperaba. No he conseguido superar la venta de aquel sábado en el que conseguí vender siete. Y eso no trae mucho dinero a casa. Por las tardes bajo a la playa a despejar mi mente antes de que las penumbras me ahoguen en sueños.

Soy como un fantasma que ve los días pasar, repitiendo una y otra vez la misma rutina. No hablo mucho. No siento mucho. Solo me despierto, como, preparo jabones, voy a la playa y luego a la cama, porque dormir, no tampoco duermo mucho. Todo se repite en bucle. Una y otra vez, una y otra vez.

Aquí, en la arena, también es el único sitio donde puedo recordarlo en paz. En casa estoy expuesta a los lamentos de mi familia y, en la calle, corro el riesgo de cruzarme con un Tarién.

El hijo del herrero de Korveta me ha estado escribiendo más cartas, pero no he respondido a ninguna. No he abierto las últimas tres y Mariselle insiste en que al menos le escriba para que sepa que no estamos pasando por un buen momento, pero, ¿por qué iba a escribirle a Lorian sobre alguien que no conoce? ¿Entendería lo mucho que me arde el corazón cada vez que alguien menciona su nombre? ¿Entendería que iba a confesarle mis sentimientos a su regreso? Siento que no tiene derecho a saber quien es, quien era. Que eso es algo solo mío. Como si protegiendo su memoria del mundo fuese a provocar que volviera.

Me gusta recordar cómo, a veces, en los meses de invierno, mi amigo y yo solíamos bajar aquí a ayudar a los pescadores a entrar las barcas por la mañana y luego nos quedábamos sentados en la arena hablando de nuestras cosas. Yo le contaba los rumores que oía por el pueblo y él, historias del mar. Conocía muchas, algunos eran antiguos cuentos infantiles, de estos que te cuenta tu abuela antes de irte a dormir. Las demás creo que se las inventaba, pero no me importaba porque amaba escucharlo hablar; del mar, de la Academia, de su familia, de cualquier cosa.

Y aquí, sentada en la arena con las rodillas apretadas contra mi pecho y los ojos hinchados de tanto llorar me dejo llevar a uno de esos momentos, que aparece como iluminado por ángeles en mi cabeza. El aire se vuelve más frío, el mar más inestable, nubarrones acechan con llegar al pequeño puerto de la playa.

—¿Lo hueles? —pregunta Darion a mi lado.

Lo miro escéptica mientras dejo las piedras con las que estaba jugando en la arena.

—¿El qué?

—Huele a sal.

—Yo no huelo nada.

—Venga, —me anima— esfuérzate.

Me enderezo en mi sitio, cruzo las piernas sobre la arena. Supongo que lo más normal y lógico del mundo es que en la playa oliera a sal, aunque no se moviera el viento que se mueve ahora que me hiela la piel haciéndome temblar. Inspiro con fuerza cerrando los ojos. Nada. Lo vuelvo a intentar. Más nada.

—No puedo —suelto mientras hago el amago de levantarme.

—¡Eh, no huyas! —mi amigo sale corriendo detrás de mí divertido.

—Hace un frío que pela y si no llego a tiempo para la cena mi madre me crujirá los huesos y los pondrá a hervir.

—Qué exagerada —responde con una sonrisa—. Al menos tu hermana comerá carne.

Lo miro mal, no estoy para su humor. Siempre me ha puesto muy nerviosa no sentir lo que el resto de la gente siente con respecto al mar. Lo veneran, le hacen rituales, le dedican sus oraciones. Todo lo que tenemos en la isla dicen que es gracias a él. Pero a mí no me atrae. Nunca lo ha hecho.

—No es tan difícil, hazlo conmigo —me para, me coje de los brazos, estamos uno enfrente del otro y me obliga a inhalar el viento con él.

Cuando abro los ojos, despacio, él ya me está mirando. Sus ojos claros no parecen de este mundo. Las nubes de tormenta han tapado el sol y la tarde es gris, pero la luz que se ha creado es ideal para dibujarle sombras en el rostro que definen sus pómulos y su barbilla marcada.

Me sonríe con dulzura, mientras estamos ahí, con sus brazos extendidos encima de los míos, sin decir nada, el viento roza sin descanso nuestras mejillas y ya no noto que sea frío. Ya no tiemblo.

—Algún día la maresía te llamará —dice casi en un susurro—. Y tú acudirás a su llamada. Somos hijos del mar.

—Yo no.

—Tú también —me contradice—. Nacemos en él y siempre volvemos a él.

Parpadeo esfumando el recuerdo de mi mente. Me limpio las lágrimas de la cara con la palma de la mano. Tonto. Él siempre tan positivo. Él siempre viendo lo mejor de mí. La esperanza en mí. ¿Y de qué ha servido? Quiero odiarlo y no puedo. No me sale. Mi nudo en el pecho me oprime con fuerza cada vez que lo intento. Pero sí puedo tenerle rabia. Rabia por haberme dejado sola. Era él único amigo que tenía. La única persona con la que podía hablar de todo. Habíamos crecido juntos. Reíamos y llorábamos todo juntos. Él lo sabía todo sobre mi familia y yo lo sabía todo de la suya.

El único chico que valía la pena en mi pueblo era él. La mitad de los que rondan mi edad ya están prometidos, los demás son chicos vulgares; sin modales y con muy poco tacto femenino, para así decirlo. Luego hay dos o tres, de los que Darion formaba parte, que no están prometidos por tener que cuidar de sus familias. El resto de chicos en la Academia Naval tampoco eran mucho mejores. Además, ¿quién querría ser la mujer de un marinero? Pasan muchos meses solas en tierra mientras sus parejas navegan por el mar. Mendigando cartas de amor desde algún puerto lejano.



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En el texto hay: aventura, amor, amistad

Editado: 21.12.2025

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