El señor de la finca ni me mira a la cara cuando me presento ante él en su despacho. Es viejo, gordo y calvo. Está sentado detrás del escritorio fumando un puro y leyendo el periódico y hace un simple gesto con la mano cuando termino de hablar. Nemet vuelve a tirar de mí con un poco más de sutileza antes de despedirse con una reverencia y yo la imito. Esto me parece ridículo.
¿Cómo se supone que voy a centrarme en buscar a Darion cuando no voy a tener ni tiempo de respirar? Y encima, estoy bastante lejos del mar. ¿Cómo se me ocurrió aceptar esto? Me doy golpes mentales mientras la bruja de la jefa de personal me conduce a través de los pasillos, que parecen un laberinto, hasta mi habitación. Me arrepiento a pasos gigantescos de haberme metido en esta casa y me reafirmo en ello en cuanto veo dónde voy a dormir.
Mi habitación en casa no es muy espaciosa pero esto es una ratonera. Debe medir la mitad de mi cuarto. Hay dos camas individuales viejas una al lado de la otra, casi sin espacio de separación y un pequeño armario de madera arrinconado en una esquina, apenas cabemos las dos de pie.
—Todo este pasillo es el área del personal. —Su tono suena estridente—. No se admiten cambios de habitación ni de compañeros. La fraternización está prohibida. Cámbiate. —Me ordena—. Te espero en el pasillo, no tardes.
Su voz suena amenazante diga lo que diga. Estoy segura de que si le preguntaran por el tiempo también utilizaría ese tono.
Mi espanto se vuelve mayor cuando veo lo que se supone que es el uniforme doblado en una de las camas. Lo alzo y no puede ser más atroz. Es un vestido largo beige con un detallado bordado en colores oscuros en negro, vino y verde, con formas geométricas, debajo del pecho, cuelgan pequeños adornos que me vuestra describir. Las mangas, de tres cuartos, repiten el mismo bordado en los puños. Se parece bastante al que lleva la ama de llaves pero en un tono mucho más claro. Espantoso.
Me cambio rápido y me ato el pelo en un moño alto. En las cocinas, al igual que en las afueras de la casa, se respira un ambiente ajetreado y estresante. Las cocineras van con delantales blancos mientras pican y saltean verduras y grandes trozos de carne. Hay varias chicas con mi mismo uniforme y el pelo recogido que se mueven de un lado a otro con bandejas, cestas y manteles en las manos.
—¡Paretinka! —llama la bruja.
Una chica con aspecto de ser unos pocos años mayor que yo se para frente a Nemet con el semblante sereno.
—Valleri entra nueva hoy. Compartiréis habitación. Serás su instructora hasta que se adapte —Le ordena—. Sus fallas serán tu responsabilidad ¿lo has entendido?
—Sí, señora.
Y sin decir nada más, se marcha dejándome con la chica que relaja su expresión una vez la bruja desaparece por la puerta.
—Acojona, ¿verdad? —me pregunta con una sonrisa pícara. —Me llamo Vienela Paretinka.
—Nayela Valleri —le estrecho la mano.
—Tú haz todo lo que te diga y no hables con nadie, mucho menos con el señor Casrini y su hijo y no tendrás problemas. —Me explica—. Aquí son estrictos pero no pagan mal.
Alzo una ceja con escepticismo. Muy bien deben pagar para aguantar esto. No llevo ni una hora aquí y ya me he replanteado todas las decisiones que he tomado en mi vida.
Vienela me da utensilios de limpieza y un delantal blanco y la sigo a través de las diferentes estancias. Debemos limpiar toda la zona de la planta baja antes del almuerzo. Al cabo de una hora ya no puedo más. Me froto las manos en el delantal, tratando de ignorar el ardor de la piel por el agua jabonosa. Nos movemos de habitación en habitación, limpiando cada superficie, cada rincón, cada ventanal con sumo esmero. Cada lustre, cada cortina y cada alfombra parece reclamar mi sudor. Es agotador. Prefiero mil veces fruncir los calcetines del marido de la señora Armelia que seguir haciendo esto.
Vienela me ha caído bien los primeros diez minutos, luego sus ojos negros han empezado a brillar con un desprecio silencioso, y su voz ahora suena como un látigo.
—¡Más rápido, Nayela! ¡No ves que las habitaciones principales no se limpian solas! —asiento, sin alzar la voz.
Salón tras salón, voy avanzando. Los candelabros de cristal lanzan destellos que hacen que el polvo flotante parezca pequeños fantasmas danzando en el aire. Quitar la cera fría es una pesadilla. Cada espejo me devuelve mi reflejo cansado, con pequeños mechones oscuros sueltos pegados a la frente por la humedad y el sudor. Mi cuerpo duele como no me ha dolido nunca, ni tan siquiera en los entrenamientos que hacíamos en la Academia, pero debo seguir: la finca no perdona la lentitud, y los ojos de mi compañera siempre están ahí, juzgando, evaluando.
Cuando llego al pequeño salón para tomar el té, no puedo evitar fruncir el ceño. Algo en la quietud del lugar me pone nerviosa. Las mesas están dispuestas con precisión casi obsesiva, y el aroma del té aún flota en el aire, tibio y reconfortante. Pero no estoy sola. Al fondo, sentado en el sillón más grande, se encuentra el duque Casrini. Su figura encorvada y sus ojos grises como acero me atraviesan como una flecha.
—Así que tú eres la nueva, ¿no? —dice el duque, con voz cortante, mientras se recuesta en su sillón y me evalúa con un aire que no sé descifrar—. ¿Qué haces ahí parada? ¿Crees que esto se va a limpiar solo?
Niego con la cabeza rápidamente antes de coger el plumero del carro. Busco a Vienela con la mirada pero no está. La he tenido detrás de mí toda la mañana y ¡me deja sola cuando menos quiero estarlo! Noto al señor Casrini mirarme intensamente sin ningún pudor y bajo la mirada en un acto reflejo, el corazón golpeándole el pecho como un tambor.
Me dedico a limpiar en silencio igual que he hecho en el resto de estancias y pasados unos veinte minutos termino de limpiar los cristales de la ventana y empiezo a recoger las cosas para seguir a la habitación de al lado, pero en ese momento el duque se levanta, lento pero seguro, y da un par de pasos hacia mí, con ademán.