

Unas semanas antes de Halloween

Julian y yo nos conocimos en una cafetería del centro, donde yo trabajaba. Cada vez que aparecía pedía lo mismo: café americano y una rodaja de pastel de limón. Tenía esa forma cálida y cortés de hablar que inspiraba confianza y un orden casi exagerado para todo. Su ropa siempre estaba impecable, su auto limpio, sus palabras medidas.
Me gustaba su calma y la manera en que me hacía sentir que todo estaba en su lugar.
Seis meses después me mudé a su casa cerca del río. Era amplia, con ventanales grandes que daban a un bosquecillo y dejaban entrar la luz. Todo seguía un orden rígido que él cuidaba con celo: los libros alineados por tamaño y color, las toallas dobladas en tres partes con los bordes a ras, cubiertos en su sitio con las puntas en el mismo ángulo, frascos de especias por orden alfabético, camisas a la misma distancia en el clóset, zapatos paralelos junto a la pared.
Bastaba que yo moviera un objeto unos centímetros para que él lo notara y lo devolviera a su posición. Esa precisión me hizo entender que en esa casa cada cosa tenía un lugar y que, si yo quería encajar, debía aprender y seguir las reglas.
Al principio me pareció admirable; luego entendí que ese orden también era control. Si movía algo, lo notaba al instante. No levantaba la voz; fruncía el ceño un segundo y yo terminaba pidiendo disculpas.
Julian contaba que vivía en esa casa desde su época universitaria, en un tiempo en que, según él, todo parecía más fácil. Yo disfrutaba escucharlo hablar de esos años, hasta que ese pasado empezó a tener nombre.
Su exnovia, Mariah, empezó a aparecer cada vez más en nuestras conversaciones. Al principio, de manera indirecta, filtrada entre frases que parecían casuales. La primera vez que la nombró fue un domingo mientras preparábamos el desayuno.
—Ella siempre tostaba el pan antes de ponerle mantequilla —dijo sin levantar la vista.
Yo fingí una sonrisa.
—Bueno, cada uno tiene su estilo —respondí, intentando sonar ligera.
Él asintió, convencido de no haber dicho nada fuera de lugar, y siguió con lo suyo.
Después llegaron más frases:
—Mariah hacía esto distinto.
—A ella le encantaba este lugar.
—Mariah cocinaba la pasta con más ajo.
—Mariah sabía doblar las camisas sin dejarles marcas.
—Mariah tenía buena mano con las plantas.
—Mariah tenía una forma especial de tratar a la gente.
Yo sonreía y fingía que no me afectaba. Era imposible competir con un recuerdo, y menos con uno que parecía seguir vivo en su mente.
Creo que lo decía sin intención de ofenderme, pero cada frase dejaba un sabor amargo y caía como una piedra pequeña dentro de mí. No hacía ruido, pero se acumulaban.
También empecé a notar que todo lo que yo hacía se medía con ese patrón implacable. Si limpiaba la cocina, Julián pasaba el dedo por la encimera y revisaba el brillo del acero en la estufa, miraba el orden de los frascos y decía que Mariah dejaba un olor distinto, uno que duraba más, y después colocaba el paño en un ángulo exacto, como si ese detalle corrigiera algo que yo no había entendido.
Si tendía la cama, acomodaba de nuevo las almohadas y estiraba la sábana con un tirón seco; si lavaba el baño, movía el vaso del cepillo dos centímetros y asentía sin mirarme; si arreglaba la despensa, cambiaba las latas de sitio y ponía las etiquetas hacia el frente con una paciencia que me hacía sentir examinada.
En la cocina el efecto era peor. Si la pasta quedaba un minuto de más o la salsa tenía menos ajo del que él esperaba, sonreía con esa condescendencia que me irritaba y soltaba el nombre que ya sabía de memoria.
—No pasa nada, amor, Mariah también quemaba las cosas al principio.
Yo asentía para no discutir, pero no podía evitar que el calor me quemara la cara y ese apretón en el pecho que me acompañaba durante semanas. Empecé a cocinar con extremo cuidado, midiendo ingredientes al gramo, revisando recetas, limpiando mientras la olla hervía, alineando los cuchillos en la tabla, todo con la idea de evitar el comentario, y aun así encontraba un detalle que no encajaba con su estándar.

Una noche, mientras veíamos una película, volvió a mencionarla.
—Mariah odiaba a este actor, decía que siempre interpretaba el mismo papel —dijo entre risas bajas, con el cuerpo relajado en el sofá.
—¿Y tú qué piensas? —pregunté, sin apartar la vista de la pantalla.
—Supongo que tenía razón —respondió, sin pensarlo mucho.
Ahí supe que no hablaba desde el recuerdo. Lo que sentía por ella era devoción.
Cada frase suya mostraba que sus preferencias seguían ancladas en ella. No era una etapa cerrada, era un modelo que seguía vivo en su cabeza.
Intenté hablar del tema.
—Julian, ¿te das cuenta de que la mencionas mucho?
—¿A quién?
—A Mariah.
—Ah, bueno… —se encogió de hombros—, es parte de mi historia, ¿no? No puedo borrar diez años.
—No te pido que los borres, solo que no la traigas a nuestra vida todos los días.
—No exageres —dijo con una sonrisa sin ganas—. Eres tú quien se lo toma a pecho.