

Julian parecía más amable, más pendiente de mí. Me preguntaba por mis horarios, pasaba por la cafetería, se sentaba en la barra y conversábamos un rato. A veces solo me miraba, sin decir nada, y me sonreía como si quisiera confirmar algo que no terminaba de entender.
Me escribía para saber si necesitaba que comprara algo de camino, ofrecía llevarme a casa si el turno se alargaba.
Esa atención, que tanto había extrañado, me hizo pensar que lo peor había pasado. Pero en el fondo sabía que, esas consideraciones, no eran para mí, no me pertenecían. Al mirar los detalles entendí que respondía al perfume, a la nueva forma de vestirme, a la música vieja en la sala, al orden de la despensa, a la forma exacta en que ahora servía la mesa.
No era mi voz la que lo traía de vuelta; era la imagen que yo había montado pieza por pieza a partir de lo que encontré en esa habitación.
Una tarde, después de llegar del trabajo, mientras sacaba la ropa de la secadora, él entró sin hacer ruido.
—¿Qué le hiciste a tu cabello? —preguntó y se acercó con una expresión que no supe leer.
—¿Te gusta? —esbocé una sonrisa expectante.
—¿Por qué el cambio? —respondió después de una pausa tensa.
—No exageres, Julián, solo lo alisé un poco.
Su expresión se ensombreció. Me recorrió el rostro con la mirada y asintió. Salió del cuarto de lavado y cerró la puerta con cuidado. Me quedé inmóvil unos segundos, con la respiración contenida. No sabía si debía alegrarme o sentir vergüenza. Había conseguido lo que buscaba: que me mirara de nuevo. Pero enseguida entendí que esa miraba no era para mí; él solo veía a Mariah.
Esa noche fue muy cariñoso y repetía cuánto me amaba. Cuando me acurrucó contra su pecho, una lágrima se me escapó… habría dado lo que fuera por sentir que esas caricias y palabras de amor iban dirigidas a mí y no a ella.
Al día siguiente, me levanté temprano. Preparé el desayuno y observé cómo el sol se reflejaba en los ventanales. Todo parecía en orden, pero una inquietud constante me atormentaba, un pensamiento no me abandonaba: ¿En verdad me amaba o solo me usaba para recordar? ¿Yo solo era una sustituta?
Intenté no pensarlo, pero me resultaba imposible. Tal vez yo solo ocupaba un espacio vacío, una habitación que él necesitaba llenar. No soportaba la idea. Quería que me eligiera de verdad, sin recuerdos, sin comparaciones.
Esa tarde, regresé a la habitación. Encendí la lámpara y me senté en el suelo, frente al clóset oscuro. Todo estaba igual. No sabía qué buscaba, pero necesitaba estar ahí. Era el único sitio donde podía sentir que lo entendía, donde podía respirar el mismo aire que él respiraba cuando pensaba en ella.
Abrí una de las cartas y la leí otra vez. «Prométeme que no dejarás de pensar en mí».
La frase se me quedó grabada en la mente, repitiéndose como una orden.
Finalmente, comprendí que Julian no lo había hecho, seguía cumpliendo esa promesa.
Volví a guardar las cartas y cerré la caja con cuidado. Antes de irme, me miré en el espejo del cuarto: el cabello negro, liso, la piel ligeramente más bronceada, los ojos oscuros. Me quedé observando largo rato; por un segundo, solo por uno, tuve la impresión de no reconocerme del todo.

