

Esa noche, cuando Julián volvió, le propuse que hiciéramos algo distinto.
—Quiero preparar algo especial para mañana —dije.
—¿Mañana? —preguntó sin mucho interés.
—Sí. Es noche de Halloween.
—No soy fan de esas fechas —respondió y se sirvió un vaso de agua.
—Por favor, mi amor —insistí—. Solo una cena tranquila. Pongo algunas decoraciones y ya.
Me miró con desconfianza, pero al final asintió.
—Está bien. Si eso te hace ilusión.
Desde ese momento no pensé en otra cosa. Planeé el menú, revisé los platos, limpié cada rincón. Compré flores nuevas y cambié el mantel. Preparé la mesa con detalle: dos puestos frente a frente y un tercero al extremo. Todo debía estar perfecto.
No era una cena cualquiera; era una prueba. Mi mamá me había dado un ultimátum y, antes de volver a esa falsa realidad en la que me sumergían los medicamentos, quería verlo elegir. Necesitaba comprobar si podía mirarme a los ojos sin pensar en ella.

El día amaneció gris; yo me sentía igual.
Me dediqué a preparar todo. Y lo más importante, salí a buscar a nuestra invitada de honor: Mariah. Era primordial que ella estuviera esa noche.
Julián me escribió al mediodía para avisar que saldría temprano del trabajo.
«Perfecto», pensé.
Cuando el reloj marcó las siete, la casa olía a comida. La mesa estaba servida, el vino respiraba desde hacía horas y las copas limpias esperaban ser llenadas. La sala tenía velas naranjas sobre el aparador, guirnaldas oscuras enmarcando las ventanas y una luz tenue que teñía las paredes de ámbar. Sobre el mantel negro dispuse calabazas pequeñas y todo quedó perfecto.
Había dejado preparado cada detalle; mi invitada y yo también estábamos listas, con el atuendo perfecto para la ocasión.
Cuando escuché su llave girar en la cerradura, supe que había llegado la hora de la verdad. Esa noche lo descubriría.
Sabría, por fin, qué lugar ocupaba yo en su vida.
Apagué las luces principales y dejé encendidas solo las del comedor.
Cuando Julián entró, se quedó quieto en el umbral, con la mano todavía en la manija; vi el desconcierto en su cara y el recorrido de sus ojos por la sala antes de mirarme a mí. Yo estaba de pie junto a la mesa.
—¿Qué sucede? —preguntó cerrando la puerta tras él—. ¿Por qué luces así?
Entendía un poco su desconcierto. Mi cabello, antes rubio, largo y rizado, ahora lucía negro y liso hasta los hombros; el tono azul de mis ojos lo reemplacé por un negro tan oscuro como la noche; mi piel, blanca como la nieve de las montañas, lucía bronceada y mi rostro, acostumbrado a lucir limpio y despejado, estaba maquillado en tonos oscuros.
Ya yo no era más Maryam.
—¿Te gusta? —pregunté con una sonrisa escalofriante—. Soy Mariah.
—¿Es algún tipo de broma? —preguntó ofuscado—. Quiero pensar que todo se trata de una broma de muy mal gusto. —Miró, las calabazas, las guirnaldas, el mantel oscuro—. Querías celebrar Halloween, y espero que solo sea una mala decisión en cuánto al disfraz.
—No, mi amor. Soy Mariah —respondí con una sonrisa.
Julian perdió la paciencia.
—¡Basta, Maryam! —apretó los dientes—. Esto ya ha ido demasiado lejos.
—No entiendo por qué te molestas. —Lo miré de frente, sin comprender—. ¿Acaso eso no era lo que querías? ¿Tenerla de vuelta?
—¡Es absurdo! —exclamó, con la voz tensa—. ¿De dónde sacas eso?
—Por Dios, Julian, te la pasas comparándonos. No hay un solo día que no la menciones, incluso tienes ese cuarto. —Señalé hacia el pasillo.
—¿Cuál cuarto? —frunció el ceño, de verdad confundido.
—Ese. —Lo tomé del brazo y lo guie hasta la puerta—. Tu santuario, donde veneras el recuerdo de tu ex.
—¡Por Dios!
Se llevó las manos a la cabeza. Lucía alterado.
—Lo siento —me apresuré a disculparme—. Sé que no querías que entrara en él, pero no me dejaste otra opción. Necesitaba entender por qué no dejabas de pensar ella —respiré hondo—. Así pude descubrir que sigues amándola y extrañándola.
Jaló varios mechones de su cabello y los soltó. Se apartó un paso, tomó aire, como si quisiera entender lo que estaba pasando.
—Pero no importa, mi amor —dije con una sonrisa que pretendía ser conciliadora—. ¿Ves? —Me señalé de arriba abajo—. Ahora soy ella; puedes amarnos a las dos.
—Maryam, escúchame, no sé de qué me estás hablando. Te mencioné a Mariah una sola vez. —Levantó el dedo índice, enfatizando—. Desde entonces eres tú quien insiste e insiste en no soltar su nombre.
—No —negué y moví la cabeza de un lado al otro—. No intentes confundirme.
—Y ese cuarto —señaló hacia el pasillo—. ¡Por Dios! —Sacó el llavero del bolsillo, buscó la llave, abrió la cerradura y me tomó del brazo—. Ven — Cruzamos el umbral—. ¿De qué santuario hablas?
—¿Me lo vas a negar? —pregunté molesta, con rabia contenida—. Todo está pulcro, ordenado y la ropa, las fotos…
—Aquí solo hay cajas, Maryam —me miró con los ojos llenos de una neblina sombría—. Mira bien.
—No sé qué pretendes, Julian —dije nerviosa y retrocedí medio paso.
—¡Mira bien! —gritó.
Entonces la escena se vino abajo. Ya no vi la mesa limpia ni el armario ordenado; el cuarto estaba oscuro, con olor a encierro, polvo en las repisas, telarañas tensas en las esquinas, manchas de humedad en la pared y el foco del techo arrojaba una luz mortecina que no alcanzaba los rincones. Pasé la yema del dedo por la tabla del estante y quedó una línea gris. Tragué saliva.
—No —susurré—. La ropa…
Caminé hasta el lugar donde juré haber visto el clóset. No había clóset. Solo un tubo oxidado sin perchas, un par de tornillos sueltos en el piso y cajas vencidas apiladas contra la pared. Busqué con la vista las fotos, las cartas, la bufanda. Nada.