Mariana

14- Un susto, solo eso.

Aislado en un rincón de la sala de espera del hospital, con la cabeza entre mis piernas y pensando constantemente en golpear con ella la pared hasta que reventara como una sandía, pasé la hora más terrible y angustiosa de mi corta vida.

Cuando el médico hizo acto de presencia, me levanté de golpe y tuve que agarrarme a la pared para no caerme al suelo del mareo que sentí.

Mi tío me sostuvo y nos acercamos hasta el médico.

—No tienen de que preocuparse, se encuentra bien—nos dijo y yo suspiré de alegría —. Sólo tiene un feo corte en la cabeza que ya hemos curado y un montón de arañazos. ¿Dónde os metisteis, en una madriguera o algo así?

Mi tío me miró receloso y yo no tuve más remedio que confesar la verdad.

—Fue en una cueva —dije —, nos atacaron unos murciélagos y Mariana se asustó y echó a correr. Fue ahí cuando se golpeó la cabeza.

—Eso ya me cuadra más, he visto los arañazos y supuse que eran de algún tipo de roedor. ¿Te mordieron o te arañaron a ti también?

—Sí, creo que sí —contesté.

—Entonces avisaré a la enfermera para que también te cure a ti.

Mi tío que no había dicho nada en todo ese tiempo. Me miró fijamente y pude ver su enfado en su rostro.

—Lo siento, tío Sergio. Toda la culpa fue mía. Mariana solo hizo lo que yo le pedí. Merezco el castigo que tengas pensado para mí.

—Ya hablaremos cuando lleguemos a casa —me dijo y tragué saliva —. Ahora vayamos a ver a Mariana. podemos pasar, ¿verdad?

—Sí, sí, claro —dijo el médico —. Está perfectamente consciente.

Entramos en la habitación donde se encontraba mi prima y ella sonrió al vernos.

—Estoy bien, no os preocupéis —nos dijo a los dos.

Su padre se acercó hasta ella y la besó en la frente.

Mariana aún estaba algo pálida y la venda que circundaba su cabeza me asustaba un poco. Pensar que podría haber ocurrido una desgracia por mi culpa me hizo echarme a llorar.

Fue mi tío el que me abrazó al verme tan afligido.

—Tranquilo, Álvaro. Ya ha pasado todo. Mariana está bien, ya lo ves.

No podía contener mis lágrimas por más que lo intentaba. El sofoco era incontenible. Fue Mariana la que me hizo sentarme a su lado en la cama y me abrazó.

—Estoy bien, Álvaro. Tú no tienes culpa de nada.

Acabé por tranquilizarme en brazos de mi prima. Fue en ese momento cuando entró la enfermera y me hizo ir con ella para realizarme las curas. Hasta ese momento no me había dado cuenta de los arañazos, cortes y

magulladuras que yo también tenía.

—¡Válgame Dios! ¿Dónde te has metido niño, en una jaula de leones?

Vi las estrellas cuando la mujer me aplicó un algodón húmedo de alcohol, pero lo acepté sin rechistar como penitencia por mi estupidez.

Cuando terminó de curarme volví a la habitación de mi prima. Ella se había levantado y su padre la ayudaba a vestirse abotonando su vestido. Luego la tomó en brazos y se dirigió a la puerta.

—Recoge los zapatos y los calcetines de Mariana —me dijo.

Obedecí y le seguí escaleras abajo portando los zapatitos como si de dos trofeos se tratase.

Nos despedimos del médico quien me despeinó la cabeza a modo de saludo.

—Tened más cuidado la próxima vez —me dijo y yo se lo prometí.

Alcancé a mi tío y a mi prima cuando llegaban junto al automóvil y me senté en el asiento del copiloto. Mi prima, detrás de nosotros me miraba a través del espejo retrovisor.

Procurando que su padre no la viese, se me acercó y me besó en la mejilla.

—Luego te cuento algo que vi en la cueva, Álvaro —me dijo con un susurro inaudible.

No sabía a qué se refería exactamente. Era imposible que hubiera visto nada pues en su huida olvido llevarse la linterna. Temí por un momento que estuviera sufriendo alucinaciones, pero no parecía encontrarse mal.

No quise darle más vueltas y esperé a llegar a casa para que ella me contase lo que se suponía que había podido ver.

Cuando mi tío aparcó el coche frente a la fachada de la mansión y tras hablar con los criados explicándoles que todo había sido un susto, me miró y me puso una mano en mi hombro.

—Espérame en mi despacho, Álvaro. Tengo que hablar contigo.

Asentí con la cabeza mientras miraba mis zapatos un poco asustado, eso no lo niego.

Mi tío subió a Mariana a su habitación y desaparecieron dentro.

Yo obedeciendo, abrí la puerta del despacho de mi tío y me senté en una butaca frente a la gran mesa que lo presidía. Nunca antes había entrado allí y me sobrecogió un poco. Era un cuarto pequeño pero abigarrado de todo tipo de objetos. Sobre la mesa un mapamundi la cubría por entero. En las paredes, huérfanas de cuadros, colgaban en elegantes marcos varios diplomas que mi tío había conseguido tras años de estudios.




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