—¿Estás loca? ¿Acabo de prometerle a tu padre que no me acercaría nunca más por esa cueva y tú me preguntas que cúando iremos? —Dije casi gritando.
—No he contado todo lo que vi, Álvaro. Hay más...
—¿Cómo que hay más? ¿Qué viste?
—Creo que ese lugar encierra muchos secretos. Vi una puerta cerrada y había luz tras ella. También escuché niños llorar. Es cierto lo que nos ha contado mi padre y tenemos que hacer algo para ayudar a esos niños.
—Lo que vamos a hacer es avisar a la policía —dije — y que ellos se encarguen.
—No nos creerán. Somos niños, ¿crees que van a hacer caso a dos niños y a sus fantasías?
Reconocí que en eso llevaba razón. Nunca nos tomarían en serio y mientras tanto esos niños, si era verdad que estaban allí encerrados, podrían morir.
—Si lo hacemos, tendremos que planearlo muy bien. Ya viste lo que ocurrió la otra vez. Además, si hay un asesino escondido allí, va a ser doblemente peligroso.
—Estás deseando volver. ¿A qué sí? —Dijo mi prima sonriendo.
—No me gusta que puedas leerme el pensamiento, Mariana —protesté, pero estaba encantado de tener con ella esa especial sincronicidad.
—Lo sabía. Somos muy parecidos. Cuando hay un misterio de por medio no tenemos miedo a nada.
—Bueno, un poco de miedo sí que tengo —confesé.
—Yo también. Pero eso lo hace aún más divertido.
Sé que habréis llegado a la conclusión de que estábamos un poco locos y no seré yo quien diga lo contrario porque ciertamente sí que lo estábamos. Acabábamos de salir ilesos de una aventura que pudo habernos costado más de un disgusto y ya pensábamos en meternos en otra. Lo dicho, locos de atar.
Pero era tan emocionante.
◇◇◇
Lo planeamos aquella misma tarde. Contaríamos con la ayuda de Fermín, si él aceptaba y le preguntaríamos a su abuelo lo que él conocía de esa cueva.
El muchacho dijo que su abuelo sabía un montón de misterios y ya iba siendo hora de que nosotros también los supiéramos.
Me hubiera gustado poder contar con mi tío a quien de veras apreciaba, pero estaba seguro de que él nunca nos permitiría volver a aquella cueva. Lo haría, principalmente, pensando en nuestra seguridad, como era lógico por otra parte, pero en nuestros planes no contaba aquel pequeño detalle.
Decidimos por fin comenzar nuestra aventura el próximo sábado en cuanto amaneciese.
18 de mayo de 1919
Muy temprano aún llegamos a la cabaña del abuelo y él nos invitó a entrar encantado. Fermín todavía no había hecho acto de presencia esa mañana y el anciano se desvivía por charlar con alguien.
—Pasad, pasad. Estáis en vuestra casa o en lo que queda de ella.
Sentía una cierta lastima por la situación en la que vivía ese pobre hombre. Las noches allí debían de ser terriblemente frías y eso sin incluir la soledad en la que, a diario, estaba inmerso el anciano.
—¿Le gusta vivir aquí? —Le pregunté.
—¿Gustarme? No, no me agrada en absoluto, pero es lo que hay y uno ha de resignarse.
—No me parece justo. Sus hijos deberían estar avergonzados.
—Mi hija murió hace unos años. Es mi yerno el que me colocó aquí. El padre de Fermín no es lo que digamos una persona en la que pueda confiarse. No, no lo es...
Miré a mi prima esperando que esta vez también pudiera leerme la mente y ella asintió con la cabeza. Sabía lo que iba a proponer.
—En la casa de mi tío hay mucho sitio. Podría hablar con él para que le cediese una habitación. No creo que se opusiera a ello.
—Yo hablaré también con mi padre —dijo, Mariana —. Es injusto que viva usted aquí, pasando frío en medio del bosque.
—Gracias hijos míos. Os lo agradezco de todo corazón, pero no albergo muchas esperanzas. A mi edad sé leer en los corazones humanos y la piedad no es algo que esté muy de moda. Vosotros sois buenos chicos, pero aún no habéis desplegado las alas. Los adultos son egoístas. Nunca hacen nada si no les puede reportar algún tipo de beneficio.
—Mi padre no es así —negó, Mariana —. Él le ayudará, estoy segura de ello.
—Puede que sí, pequeña, puede que sí... Ahora explicadme a que habéis venido. No creo que pasarais por aquí únicamente para saludar a este viejo impedido.
Nos miramos desconcertados al darnos cuenta de que el abuelo llevaba toda la razón y nos sentimos bastante culpables al descubrir que lo que nos contó un momento antes era la pura realidad. Nadie hacía nada por nada, incluso nosotros teníamos una razón para estar allí. Éramos igual de egoístas que el resto de la gente.
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Editado: 12.07.2018