Mariana

23-Ciego

—¡Fíjate, Álvaro! —Gritó mi prima. 
Me acababa de dar cuenta. Al apagar las linternas pude ver una tenue claridad que parecía venir de más adelante. 
Me levanté sin recordar que Mariana aún seguía atada a mí y caí de culo al suelo. 
—¿Qué te ha pasado? —Me preguntó ella, que a oscuras como estábamos solo había oído un golpe y mi exclamación. 
—Nada, que soy idiota —le dije. Encendí mi linterna y me sacudí el polvo del pantalón dándome de paso un masaje en el dolorido trasero —. Vamos a acercarnos a ver de dónde procede esa luz.  
Nos levantamos a un tiempo y fuimos hasta la galería adyacente. Una abertura en el techo era el origen de aquella luminosidad. 
—Es un hueco de ventilación —observé. Eso nos facilitaría las cosas. Por lo menos respiraríamos mejor. 
—Está muy alto —dijo mi prima. 
Me di cuenta de que tuvimos que descender bastante. El cielo, bastante claro ya, se veía a unos diez metros de altura. Me fijé que ya había amanecido y al mirar el reloj comprobé que eran las siete de la mañana. Llevábamos tres horas caminando por la cueva y aún no habíamos encontrado ni rastro de Fermín. 
Quizás no lo encontremos nunca, me dije. O a lo mejor le hemos dejado atrás o nunca estuvo aquí y esas huellas no eran de él. 
Empezaba a perder la fe, me di cuenta de ello en ese instante y procuré ser más positivo, aunque no sabía cómo hacerlo. 
Fue mi prima la que me sacó de mis pensamientos. 
—¡Escucha! —Me dijo. 
Presté atención y entonces lo oí. Agua. Cerca de nosotros había un río o un torrente subterráneo. 
Aquello me recordó un pasaje de una de mis novelas preferidas que había leído con verdadera pasión cuando era pequeño y cuando aún mis padres vivían: Viaje al centro de la tierra. Era cuando Axel, Hans y el profesor Lidenbroock encontraban el arroyo que les guiaría hasta las entrañas de la tierra. Ojalá, me dije, ese arroyo nos lleve hasta Fermín, porque ya estaba cansado de deambular por aquel lugar. 
No se trataba de un simple arroyo, si no de un rio en condiciones que un poco más adelante rugía con fuerza saltando entre las rocas de una inmensa cueva. 
Dejamos atrás la mina para volver a estar en la cueva otra vez. 
Algo me dijo que ya faltaba poco para llegar a donde tuviésemos que llegar. Era una corazonada y no me equivoqué. 
Allí, sobre una roca al borde del rio subterráneo se encontraba Fermín. 
Parecía estar bien a simple vista, cuando enfocamos nuestras linternas sobre él. Pero al acercarnos nos dimos cuenta de que no era así. 
Fermín se sujetaba la cabeza entre las manos como si tuviera un dolor insoportable. Nos acercamos cautelosamente hasta él y yo fui el primero en hablarle. 
—Fermín, somos nosotros, ¿te encuentras bien? 
Creí que no me había oído, porque no hizo ningún gesto y tal vez el fragor del rio amortiguara mis palabras, pero me di cuenta enseguida de que oírme, sí que me oía, pero verme le iba a resultar mucho más difícil. 
Sus ojos estaban cubiertos de sangre. 
Escuche el gritó de Mariana al ver a nuestro amigo en tales condiciones y para ser sinceros, me heló la sangre en las venas. 
—Fermín, ¿quién te ha hecho esto? 
—¡Vete! —fue lo único que dijo el muchacho con voz temblorosa. 
—Podemos ayudarte, nosotros te sacaremos de aquí. Sé el camino de salida. 
Pareció entenderme porque me miró con sus ensangrentados ojos ciegos. 
—¡Mira lo que me han hecho, Álvaro...! ¡nunca volveré a ver! ¡Quiero morirme! 
—¿Quién ha sido, Fermín? ¿Pudiste verle? 
—No le...vi. —dijo. Lágrimas de sangre resbalaban por su rostro. El dolor debía de ser aterrador —. Me cogió por la espalda y me arrancó los ojos con sus propias manos... 
Miré detenidamente sus ojos y comprobé que aún seguían allí. No se los arrancaron. Había tanta sangre que no pude ver ninguna herida. 
—Tus ojos están intactos, Fermín —dije, tratando de tranquilizarle — ¿Quién te ha hecho esto? 
—No lo sé...Sacadme de aquí, por favor. No quiero quedarme solo en esta oscuridad. 
Le ayude a ponerse en pie y el chico se me abrazó con todas sus fuerzas. Estaba aterrorizado pensando que en cualquier momento podría caerse en una sima o al río de turbulentas aguas. 
—No hay que volver por donde habéis venido...Hay una salida mucho más cerca. Está a la derecha —nos dijo. 
Enfoqué la linterna hacia donde él decía y vi la salida. El sol iluminaba esa parte de la cueva que permanecía semioculta en un rincón de la caverna. 
—La veo —dije. 
Sujetando entre los dos a Fermín, logramos alcanzar la salida. La luminosidad hirió nuestros ojos acostumbrados a la penumbra y por un momento no pudimos ver nada. Luego, al acostumbrarnos a la luz pude ver dónde estábamos. 
El bosque nos rodeaba por todas partes. Un bosque que me pareció maravilloso en comparación con la oscura gruta de la que acabábamos de salir. Respiré hondo llenando mis pulmones de aire fresco y limpio y grité de alegría. 
Luego recordé a Fermín y le senté en la húmeda hierba, apoyado en el tronco de un árbol. 
—¿Dónde estamos, Fermín? No conozco esta parte del bosque. 
—La casa de mi abuelo queda cerca de aquí...bueno, lo que queda de ella —rectificó —. Hay que bajar la pendiente y cuando veas unas rocas enormes cubiertas de musgo, girar a la izquierda. Luego todo recto y habremos llegado. 
Desaté la cuerda que llevaba enrollada en la cintura y puse en pie a mi amigo. Él se apoyó en mi hombro, más indefenso que nunca. Mariana se colocó a mi lado para ayudarme en caso necesario. 
Siguiendo las instrucciones de Fermín, pronto llegamos junto a las rocas cubiertas de musgo. Giré a la izquierda y un centenar de metros más adelante vi el viejo y querido sendero que nos llevaría a casa. 
—Mi abuelo murió —dijo el chico. 
—Lo sabemos —contesté —¿Estabas tú con él cuando ocurrió? 
—No, me fui un rato después que tú. Volví a casa. Cuando llegué, la policía vino a informarnos de lo sucedido. Me escapé y corrí a la cueva para estar solo... 
—¿Crees que pudo ser tu padre? 
—No es mi padre... —dijo el chico meneando la cabeza —. No creo que fuera él...No llegué a ver a quien me hizo esto, me pilló por sorpresa. Quizás fue él el que mató a mi abuelo... 
—Sí, pero... ¿qué motivo tenía para hacer lo que hizo, fuera quien fuese? 
—Eso no lo sé, pero me tenéis que ayudar a averiguarlo. 
—Te ayudaremos —prometió Mariana.   




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