—Acabas de firmar tu sentencia de muerte, niño...
—Supe quien eras desde el principio, Salva —mentí.
—No, no lo creo. Has debido de adivinarlo ahora, pero no te servirá de nada el saberlo. Pensaba dejaros con vida o por lo menos a ti, como bien has dicho, solo me gusta matar niñas. Iba a disfrutar matando a tu primita, aunque antes disfrutaría también ella... Ahora os mataré a los dos.
—Eres un enfermo —le escupí.
—¿Un enfermo? —Salva arrancó la capucha de un tirón y me miró a los ojos fijamente —. ¡Oh, sí! No lo sabes bien. Un loco, ¿verdad? Eso es lo que piensas que soy. Puede que lo sea...
—Antes de venir le dije a alguien quien eras —dije muy serio —. Si me ocurre algo a mí o a Mariana, tu nombre llegará a la policía. Salvador Sislé.
—No cuela, mierdecilla...
—Mañana estarás en prisión. Eso nadie podrá impedirlo.
No vi venir el bofetón. Mi cabeza golpeó contra el respaldo de la silla y mi oído zumbó como un nido de avispas.
—Eres muy valiente —musité, escupiendo la sangre que chorreaba de mi nariz.
Salva me agarró del pelo y de un tirón fortísimo me arrancó de la silla de ruedas arrastrándome de esa forma al interior de la caverna. Cuando llegamos al borde de la sima me dejó caer como un fardo. El golpe me dejó sin respiración, creí haberme roto todos los huesos del cuerpo, por lo menos los que podía sentir.
Salva bajó tras de mí, usando una escalera que tuvo la previsión de colocar. Después volvió a arrastrarme hasta la sala de torturas donde yo, ya preveía mi fin.
—Saluda a tu prima, Álvaro, no seas maleducado...
Levanté la vista y la vi. Estaba encadenada a la pared y amordazada. Sus ojos se abrieron como platos al reconocerme e intentó forcejear con las cadenas.
—¿Estás bien, Mariana? —Le pregunté y ella asintió con la cabeza.
—Sí, está bien. Pero no por mucho tiempo.
Sentí como Salva me encadenaba a mí también a la pared por ambas muñecas y noté como el metal se me clavaba en la carne al soportar todo el peso de mi cuerpo.
—Dejala, por favor —supliqué y el segundo bofetón me hizo ver las estrellas. La sangre inundó mi boca al morderme la lengua.
Mariana se removió asustada al verme sangrar.
—No vuelvas a abrir esa boca —me amenazó.
Obedecí porque quería conservar intactos mis dientes aunque no contaba con volver a utilizarlos en un futuro próximo. No, sí, como parecía, nunca volvíamos a salir de esa cueva.
Vi como Salva soltaba las cadenas que amarraban a Mariana a la pared y la tumbaba, sin casi ningún esfuerzo sobre la vieja mesa de madera, encadenándola a ella.
Sacó de un rincón de la húmeda sala un envoltorio de papel en el que, me mostró, había un surtido de viejos y sucios cuchillos.
—Tu prima y yo vamos a disfrutar ahora —me dijo con una desquiciada sonrisa —. Luego será tu turno.
Me eché a temblar, impotente como estaba y temiendo lo peor.
Mariana estaba aterrorizada. Sus ojos, fijos en los cuchillos, apenas parpadeaban.
Salva tomó un afilado cuchillo y lo deslizó por el vientre de la niña, sin ejercer presión, tal y como si estuviera marcando la zona a cortar.
—Creo que te dolerá un poquito —le dijo al oído, con su sádico rostro pegado al de ella. La besó en los labios con fuerza y ejerció presión con el cuchillo. Una mancha carmesí se extendió por el vestido de Mariana.
—¡Dejala, cabrón! —Grité con todas mis fuerzas.
Salva se revolvió hacia mí y hundió el cuchillo en mi pierna derecha, atravesándola.
—¡Qué gusto no sentir nada! ¿Verdad? Ella sufrirá por ti.
Aún no me explico lo que sucedió a continuación.
Salva, vuelto hacia Mariana y con el cuchillo manchado de sangre dispuesto a herirla de nuevo, se tambaleó por un momento. Un sordo estampido rebotó en las paredes de la cueva atronando mis oídos. Giré mi cabeza y vi, por el rabillo del ojo, como un policía, con su uniforme azul oscuro, volvía a disparar de nuevo. La bala impactó esta vez en el pecho de Salva y una rosa escarlata se dibujó en su camisa blanca. Salva, en quién nosotros, pobres ilusos, habíamos confiado, cayó de rodillas al suelo soltando el cuchillo, al tiempo que sus manos aferraban su pecho como si trataran de impedir que la vida se le escapase por aquel hueco.
Detrás del policía, apareció otro y tras él, la figura de mi tío. Jamás en la vida me he alegrado tanto de ver a alguien, como a él en ese momento.
—¡Tío! —Grité y en ese momento el mundo se oscureció.
◇◇◇
Cuando recobré el conocimiento estaba tumbado en mi cama. No tenía idea de cuanto tiempo había pasado ni lo que llegó a suceder tras perder el sentido. Al mirar por la ventana, la luz me indicó que el sol ya se inclinaba hacia el horizonte. Mi cuarto estaba teñido de un tono dorado, muy cálido y las sombras en los rincones parecían espesarse.
Me di cuenta de que no estaba solo en mi cama. Junto a mí, acostada a mi lado, dormía Mariana.
Pensé si todo lo ocurrido no había sido más que un extraño sueño, pero los dolores que sentía por todo mi cuerpo desmintieron la idea.
Por lo menos, pensé, ella está a salvo.
No quise despertarla pero ella se agitó inquieta en sueños y abrió los ojos asustada.
—Ya ha pasado todo —le dije en voz baja —. Estás a salvo.
—¡Álvaro! —Exclamó, abrazándome.
La besé en los labios con suavidad y hundí mi cabeza en su pecho.
—Pasé mucho miedo, creí que al final nos mataría a los dos —me dijo.
—¿Estás bien?
—Sí...¿y tú?
Le dije que estaba bien, aunque me dolía horrores el pecho y el hombro izquierdo. Seguramente a causa del golpe que me di al caer al fondo del pozo.
—Me ha dicho el médico que no debes moverte, tienes una costilla fracturada y un golpe muy fuerte en el hombro.
—No sé si volveré a hacer caso a otro médico en mi vida —contesté yo —. No después de haber conocido a uno que ha intentado matarme.
—Salva está muerto. Me lo ha dicho mi padre. Ya no volverá a hacer daño a nadie más.
—¿Sabes? —Le dije —. Aunque sospechaba de él, nunca creí del todo que fuera el asesino. Nunca se llega a conocer a las personas.
—Yo a ti te conozco —me dijo —, viniste a salvarme a pesar...
—Sí, a pesar de ser un tullido...
—No eres un tullido, Álvaro. No vuelvas a decir esa palabra...Salva no nos contó toda la verdad. Él falseó el diagnóstico de tu enfermedad. No es irreversible...Podrás volver a andar...
—¿Cómo...? —No creía lo que estaba oyendo.
—Quiero decir, que podrás invitarme a bailar dentro de muy poco.
—A ti no te gusta bailar, Mariana. Tú me lo dijiste.
—Eso depende de quién sea mi pareja de baile —contestó ella, volviéndome a besar.
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Editado: 12.07.2018