Jorge llegó temprano a la estación de Atocha. Desde allí tomaría un tren para Oviedo.
La tarde anterior habló con el director del periódico El País, donde trabajaba, pidiendo una semana de vacaciones anticipadas.
Romero, el director le miró por encima de sus gafas bifocales.
—¿Es algo serio, Andrade?
—No, simplemente necesito tiempo para unos asuntos personales.
—¿Asunto de faldas? —Preguntó su jefe con una sonrisa de complicidad.
—¡Qué más quisiera yo! Es sobre una novela que estoy escribiendo, necesito documentación y he pensado en acudir directamente a la fuente.
—Parece que has retomado el hilo de esa novela tuya.
—Sí, creo que sí. Espero que no se rompa...
—Está bien, tómate esos días, pero quiero ser el primero en leerla cuando la termines.
—Tenlo por seguro. En cuanto la acabe, serás el primero en leerla.
Ahora esperaba el tren que le llevaría a conocer la verdad sobre esos jóvenes que habían logrado robar su corazón.
El tren llegó puntual y Jorge buscó su asiento, el 13-A, ventanilla y música ambiental para animar el trayecto. Se puso cómodo y el traqueteo del tren lo adormeció.
Llegó a la estación de Oviedo poco antes del mediodía. Desde allí tomó un taxi hasta la dirección que tenía apuntada en un papel. La calle Rio Eo.
El edificio, moderno y de amplios balcones le esperaba como una caja de sorpresas tamaño gigante. Jorge pulsó el botón del telefonillo, el tercero A y esperó unos segundos.
—Soy jorge Andrade, hablamos ayer...
—Suba, por favor.
La puerta se abrió con un chasquido y Jorge tomó el ascensor hasta la tercera planta.
—Buenos días, pase, por favor—le saludó Álvaro Herraez, hijo, tendiéndole la mano. Jorge se la estrechó a su vez y entró en la vivienda.
Era un piso bastante normal, reconoció, Jorge, esperando encontrar algo mucho más acorde con el estatus de su padre.
—¿Quiere tomar algo? Estaba a punto de prepararme un vermú. Cinzano, por supuesto...
—Sí, gracias, le acompañaré.
Se sentaron en un rincón muy luminoso del amplio salón. Las vistas por la ventana daban a una variopinta sucesión de tejados multicolores y a lo lejos podía verse la esbelta torre de una iglesia.
—Cuénteme, me dejó usted muy intrigado ayer —dijo su anfitrión.
Jorge sacó el diario de una bolsa que llevaba al hombro.
—Hace unos días encontré por casualidad este diario, ¿lo reconoce?
—Es el diario de mi padre. ¿Cómo lo tiene en su poder? Dígame, ¿dónde lo encontró?
Jorge se lo explicó. Su búsqueda de libros raros y su encuentro con el diario de un niño desconocido al que ahora creía conocer muy bien.
—¡Increíble! —Dijo Álvaro —. Se traspapeló entre los libros destinados a la venta. ¿Lo ha leído usted?
—Sí...
—Es una historia muy singular, ¿verdad? Mi padre me la contó siendo yo muy pequeño. Se habrá dado cuenta de que no está completo...
—Eso es lo que me ha traído hasta aquí —dijo, Jorge con sinceridad.
—Le entiendo. Créame que le entiendo. Mi padre tiene una forma de escribir que parece atraparte...¿Le gustaría conocer el final?
—Por supuesto.
—Entonces, ¿quién mejor que el propio autor del libro para que se lo relate?
—¿Sería eso posible? No me gustaría molestar a su padre.
—¿Molestarle? De ningún modo. A él le encanta tener público...Tendrá que acompañarme, mi padre vive un poco lejos.
—Le acompañaré gustoso —dijo Jorge —¿A dónde vamos?
—A un pequeño pueblecito junto al mar. Creo que lo reconocerá en cuanto lo vea. Está descrito en ese diario.
—¿Su padre sigue viviendo allí?
—Sí, con mi madre. Dentro de poco les conocerá a ambos. Estoy seguro de que disfrutará con el relato que mi padre le contará.
—Hay una pregunta que me gustaría hacerle, si no es molestia —dijo, Jorge.
—Hágala, no sé si podré contestársela hasta que la formule.
—¿Qué fue de Mariana?
—No sé porqué, pero estaba seguro de que tarde o temprano me preguntaría usted por ella —dijo Álvaro, hijo.
—En el diario no explica lo que sucedió.
—Lo sé y creo que tendrá que esperar aún un poco más para saberlo, lo siento. Mi padre le contestará mucho mejor que yo, estoy seguro de ello.
—¿Por qué? ¿Acaso desconoce usted la respuesta?
—Créame si le digo, que mi padre podrá contarle mejor esa historia. Él, desde que era niño siempre me dijo que las novelas había que leerlas capítulo a capítulo, sin hacer trampas e intentar desvelar el final de la historia antes de tiempo.
—Estoy de acuerdo con él —reconoció, Jorge.
—Entonces, aguarde un poco más.
Cogieron el automóvil de Álvaro. Un mercedes que en cuestión de hora y media les llevó hasta el pequeño pueblecito, porque aún seguía siendo tan pequeño como sesenta años atrás, junto al borrascoso Mar Cantábrico.
Jorge contempló asombrado al bajar del automóvil, los jardines y las fuentes que rodeaban una gran mansión con el aspecto de un palacio. Era tal y como la había imaginado al leer el diario.
—Espere un momento, he de ver una cosa.
El periodista y escritor en sus ratos libres, corrió como un niño hasta una fuente que parecía dar la bienvenida a los visitantes. Se detuvo frente a la estatua que adornaba la fuente y contempló la figura casi con veneración. Era ella, por fin la conocía...Mariana.
—Esa estatua era la preferida de mi padre —dijo, Álvaro.
—Sí, lo sé. Era muy bonita.
—Mucho. Mi padre se enamoró de ella el mismo día que la conoció. Dijo que en ese mismo momento se enamoró de ella hasta la locura y...
—O hasta que ella misma le destruyera —Continuó, Jorge —. Lo leí hace unos días pero ha pasado tanto tiempo...
—Creo que usted también ha quedado hechizado por ella como le ocurrió a mi padre.
—Es solo que tengo la impresión de haberla conocido siempre.
—Sigamos. Mi padre nos espera.
Entraron en la casa y Jorge Andrade reconoció todas y cada una de las habitaciones. El salón comedor con sus vistas a los jardines. La sala de espera con sus amplios ventanales
—Fue aquí donde la conoció ¿verdad? —Preguntó, Jorge, temblando de emoción.
—Sí, exactamente delante de ese ventanal.
Entraron en el despacho. El antiguo despacho de Sergio Herraez.
—Espere un segundo —le dijo Álvaro —. Subiré a avisar a mi padre.
Jorge observó todo con el recuerdo del diario fresco en su memoria. Nada parecía haber cambiado en aquel despacho. Las figuritas de porcelana, los trenes de metal y las miniaturas de coches de madera. Un verdadero museo de juguetes.
Al cabo de un rato la puerta se abrió de nuevo y una figura alta, pero ligeramente encorvada entró en el pequeño despacho.
—Perdóneme si le he hecho esperar. Pero a mi edad el cuerpo se inventa cualquier escusa con tal de no trabajar.
—Es un placer conocerle, señor Herraez —dijo Jorge, levantándose de la silla y estrechando su mano —. No se hace usted una idea.
—Llámeme, Álvaro, dejemos los formalismos. Está usted en mi casa y es mi invitado y para mi los invitados son amigos.
—Yo soy Jorge... ¿Le ha explicado su hijo el motivo de mi visita?
—Saciar su curiosidad ¿no es eso?
—Es algo más que simple curiosidad —confesó, Jorge.
—Lo sé. Viene por Mariana. Nadie puede escapar a su atracción. Su espíritu está en todas partes. En los jardines, en esta casa, en el aire que respiramos...Póngase cómodo, amigo Jorge y le contaré el final del relato.
Se fijó en la vivacidad de sus ojos y creyó reconocerlos en los de aquel niño inteligente y despierto.
—Me cuesta trabajo mirarle y pensar que nunca antes le he visto —dijo, Jorge —. Es usted tan parecido a un sueño o a un recuerdo que haya tenido alguna vez.
—lo entiendo. Usted ha estado en mi pensamiento al leer ese diario y es natural que crea conocerme. Soy como un amigo al que nunca conoció pero al que sin embargo pudo escuchar hablar. Yo he hablado directamente a su mente, Jorge.
—Sí, eso es.
—¡Qué despistado soy! —dijo Álvaro dándose una palmada en la frente —. Y ha además un pésimo anfitrión. No le he ofrecido nada. Le apetece tomar algo: Whisky, un coñac...
—No, no, gracias. Aún no he almorzado y sería contraproducente.
—Después comeremos algo. Creo que antes le gustará escuchar el final de mi historia ¿no es así?
—Me encantará.
—Entonces, comenzaré...
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Editado: 12.07.2018