Mariana

44-El desenlace

La voz suave y armoniosa del anciano escritor transportó a Jorge a aquella cueva, sesenta años atrás.

                                                                                    ◇◇◇

Fermín me miró con un odio indescriptible en sus ojos. Parecía odiarme desde el mismo día que me conoció y quizás llevaba razón al hacerlo.
Yo era ante sus ojos lo que él nunca llegaría a conseguir... Afortunado.
Sí, era afortunado al tener una familia que me quería, afortunado al poder vivir rodeado de lujos sin tener que depender de la caridad humana y afortunado al poseer el corazón de una preciosa jovencita.
Todo eso le escocía en el alma y deseaba verme sufrir.
—¿Qué se siente al perdelo todo, Álvaro? ¡Dímelo!
—Yo puedo haberlo perdido —le dije —, pero tú en cambio nunca lo has tenido. Te has alimentado de odio todo este tiempo y el odio es un lastre que te hunde en tu propio infierno. Tú ya estás muerto aunque sigas en pie.
—Y tú morirás esta noche al igual que tu tío y tu adorada prima... Ella ya está alimentando a los peces y tú pronto seguirás su camino.
Aún tenía la esperanza de que me estuviera mintiendo para verme sufrir y que Mariana siguiera viva. Pero su mirada reflejaba tal confianza que muy pronto me convencí de su muerte.
—Te mataré —le dije y di un paso hacía él.
Sabía que estaba en desigualdad de condiciones, pues yo apenas podía moverme, por lo que intenté que fuese él quien viniera a mí.
—Mataste a la única persona que te quería —le provoqué —, tu abuelo...Eres ruin, además de un asesino sin compasión y al igual que tu verdadero padre, eres un fracasado...
Vi como la cólera desdibujaba sus facciones transformándolas en algo horrendo.
Fermín corrió hacía mí con el cuchillo fuertemente aferrado en su mano. Era el momento que estaba esperando. En vez de sentir miedo y retroceder, le plante cara, esperando a que llegase junto a mí.
El muchacho lanzo un tajo que cortó el aire a escasos centímetros de mi rostro. Falló y yo aproveché su desequilibrio para golpearle con la afilada piedra en la rodilla.
Escuché un crujido y un grito ahogado salió de la garganta de Fermín, cuando su pierna herida no pudo soportar su peso y cedió, haciéndole caer al suelo.
Ahora estamos igualados, me dije.
—¡Maldito seas! —Chilló —. ¡Me has destrozado la pierna!
—Así sabes lo que se siente —le escupí.
De rodillas aún intentó herirme con el cuchillo, pero logré esquivarle.
—¡Te mataré, Álvaro! —Chillaba como un poseído, incorporándose a duras penas.
Sentía a cada momento que mis piernas se fortalecían y me permitían moverme con mayor rapidez. Probé si era verdad o no y me acerqué hasta él golpeándole en el rostro con la piedra.
Fue un golpe demoledor. La piedra le había abierto un corte muy profundo en la frente y la sangre chorreaba por su rostro transformándole en una aparición de pesadilla. Tenía un ojo cerrado e inflamado, pero su ira no había hecho más que aumentar.
De un salto, Fermín, aun con la rodilla desecha, tuvo la presteza necesaria para llegar hasta mí y lograr alcanzarme con el cuchillo. El corte en mi antebrazo me hizo retroceder bruscamente, pero mis pies tropezaron y caí de espaldas al suelo.
Ese fue el momento que Fermín esperaba y supo aprovecharlo.
Literalmente se dejo caer sobre mí y noté como el cuchillo penetraba en mi cuerpo. Fue una sensación extraña porque no sentí dolor alguno, solo la certeza de que esta vez iba a morir.
El cuchillo había entrado en mi estómago y aún seguía allí, como parte de mi propio cuerpo, frío como el demonio y desafiando a la ley de la gravedad.
Fermín se dejó caer junto a mí, exhausto.
—Lo siento —se confesó—. Nunca tuve la intención de matarte. En realidad siempre te he envidiado.
—¿Dónde está, Mariana? —Volví a preguntarle.
—Ella...ella está bien. Está ahí detrás...junto al río.
Me arrastré hasta el lugar que me había indicado, dejando un rastro de sangre en el polvoriento suelo. Por fin la vi. Estaba amordazada y maniatada y me miraba con los ojos desorbitados, pero estaba viva y eso era lo único que importaba.
Le quité la tela que le amordazaba y la besé en los labios. Quizás mi último beso, pensé.
—¡Álvaro! ¡Alvaro! —Repetía ella sin atinar a decir nada más.
—Estoy bien, no te preocupes —le dije, tratando de tranquilizarla —. No me duele nada...
Era verdad, no sentía dolor alguno y eso era lo más preocupante.
Conseguí desatarla y ella me abrazó con todas sus fuerzas, cuidando de no tocar el cuchillo que aún sobresalía de mi vientre.
—Tenemos que irnos... —dijo —. He de llevarte al hospital.
Sabía que era demasiado tarde para eso. Fermín me había matado hacía unos minutos aunque yo aún respirase. Tan solo el cuchillo impedía que me desangrase. Lo había leído en alguna parte y ahora lo recordaba. La maldición de ser una persona curiosa era conocer lo que te estaba matando...y yo lo sabía.
Mariana no me escuchaba. Trató en vano de ponerme en pie y solo consiguió arrastrarme unos centímetros por el suelo.
—Déjalo. No podrás hacerlo tu sola.
—Mi padre —recordó la muchacha de repente —. Él te ayudará...
Su padre estaba inconsciente y cuando despertase sería ya muy tarde.
Mariana corrió hasta el lugar donde se encontraba su padre. La sangre manchaba su cabeza donde una piedra le había golpeado. Le agitó como a un pelele hasta que se despertó, muy aturdido aún.
—¿Que ha sucedido? —Preguntó llevándose las manos a la dolorida cabeza.
—Tienes que ayudar a Álvaro...se está muriendo y no puedo con él yo sola.
Tomó a su padre de la mano y lo trajo hasta mí. Al ver el cuchillo brotando de mi cuerpo, se llevó las manos al rostro.
—¡Oh, no! ¡Dios mio! —Gimió.
—Hay que llevarle a un hospital —gritó, Mariana, histérica.
Mi tío consiguió levantarme en brazos y se encaminó hacía la salida de la cueva. La que daba al bosque, muy cerca de la cabaña del abuelo.
—Álvaro —oí, que Fermín gritaba mi nombre.
Mi tío se detuvo y se volvió para que yo pudiese verle.
Fermín había conseguido ponerse en pie y se sujetaba a una de las columnas de piedra que surgían del suelo para encontrarse a medio camino con las que caían desde el techo. El río rugía a sus espaldas como un animal salvaje enfurecido.
—Nunca fue mi intención haceros daño... —nos dijo —. No espero que me perdonéis, pero quizás alguien me pueda perdonar allá donde voy...
No dijo nada más, dio un paso atrás y se precipitó en las turbulentas aguas, desapareciendo arrastrado por la corriente.
A pesar de que Fermín ya no estaba, seguíamos mirando el lugar donde estuvo escasos segundos antes. Después, como si el encantamiento se hubiera roto, nos volvimos y seguimos caminando hacia la salida de la cueva.  




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