Ya no encontraba a donde depositar todo su retraído y sufrido amor. Carlos moría por dar amor, necesitaba vivir regalando ese suspiro después de cada beso y desentrañando su alma después de cada pelea en pareja pero su rutina a los treinta años lo hacía tan solo un oficinista más, con un salario complementario que permitía que se diera ciertos lujos como traer el celular de moda o portar entre sus accesorios un reloj de marca de renombre, como todo buen oficinista debía portar ese vestir e imagen que vislumbra cualquier otra persona al ver un oficinista; el peinado relamido, la tez del rostro en completo fresca por el frio que provoca el clima de la oficina que mantiene la piel como acartonada, y da ese aspecto de permanente frescura a quien permanece ahí más de media hora, esa camisa a color liso pero con textura en relieve planchada con almidón que da la impresión que nada la puede arrugar, incluso la más loca revolución que pudieran causar las manos al arrugar esa tela, ese cinturón que daba un aspecto de banquero, y que cuadraba en perfectas condiciones con esa camisa haciendo juego con el reloj, el pantalón entablillado y con la línea más remarcada que aquellas líneas que puedes ver en tu mano y con lo que las gitanas practican la cartomancia.
Carlos diariamente viajaba en el suburbio de su ciudad cuatro veces al trabajo o en ruta preferente a esa zona de la ciudad, el horario era el de todo oficinista: de lunes a viernes en un horario completo: comenzando a las nueve de la mañana, en simultaneo con los programas de variedad que ofrecía la televisión abierta, para salir a comer a las dos de la tarde y regresar a las cuatro de la tarde, dejando delante del refrigerio aun tres horas por cubrir en el cubículo de la oficina, entre teclasos, música instrumental repetitiva, que le hacía sonar en su cabeza sunny sunny una y otra vez, Carlos era partidario de algo más rico musicalmente, por lo que esa rutina tan monótona hizo que al cabo de un año laborando como oficinista en el puesto de auxiliar de auditoria en un despacho de renombre mundial, permitiera hacer de este hombre; un hombre con una personalidad doble siendo una persona en el horario de oficina y otro fuera de ese horario.
Estaba enamorado de la vida y del amor, pero su personalidad introvertida hasta hacia poco se había convertido en un problema, más bien en un obstáculo para avanzar en su trabajo y para socializar con gente fuera de la oficina y en un intento frustrado por avanzar y por querer ser aquel Carlos con el que fantaseaba antes de dormir, en ese lapso donde visualizamos nuestros más grandes deseos.
En estos ratos de sueños Carlos miraba al mismo hombre que era siendo una persona que le permitiera sentarse en un autobús de viaje y bajarse con una nueva amistad por el hecho de compartir una conversación con su compañero o compañera de viaje, un tipo que pudiera abordar a una mujer en un bar e invitarle un trago sin que su personalidad introvertida le advirtiera que no lo hiciera ya que podía ser rechazado muy humillantemente.
Esa personalidad que hacía que Carlos permaneciera estancado en la soledad y en la frustración personal era la misma que despertaba interés en mucha gente que el bloqueaba con esa mirada de desconfianza y de ofuscación ante cualquiera que reflejara cualquier tipo de interés por ejemplo: con alguna mirada lateral como cuando en una sala de espera ves al de enfrente vislumbrar con y sin moverse y solo de reojo lo que el vecino de asiento de junto está leyendo o escribiendo, Carlos despedía un olor agradable, usaba una colonia que hacía ya casi cuarenta años en la industria y que había seguramente despertado múltiples pasiones a lo largo de los años con un aroma herbal y fresco con ese toque masculino que con lo almidonado de sus prendas harían de Carlos un perfecto político saludando a las multitudes, ese año fue frustración total para su persona, no hacer más que moverse de la casa al trabajo y a comer y de regreso saliendo de la oficina tan cansado como si hubiera subido una montaña con una piedra en la espalda lo mantenía frustrado, la auditoria mantiene entre su esencia un aroma de trabajo de campo que Carlos no había desarrollado por su personalidad introvertida.
Una compañera de la oficina de nombre Karina de aspecto muy jovial y amable, que por su estatura podría considerarse “chaparrita” por debajo de los treinta centímetros de lo que Carlos media, con cabello corto y muy negro, un negro tan intenso que brillaba y a la luz del sol lucia como un azul matizado en terminaciones metálicas y de una piel en extremo blanca con unos ojos tan grandes que la hacían lucir como una muñeca salida de anime y con algunas pecas hacían que Carlos no pudiera ignorarla, se decidió a invitarlo a una exposición de arte en la ciudad, Karina cerraba los ojos cada que pasaba Carlos con ese aroma que desde décadas atrás había provocado múltiples sensaciones, y se moría por salir con él desde una semana después de que Carlos entro a la oficina, pero esa mirada por debajo de sus pobladas cejas le impedían siquiera jugarle una broma.
Se acercó a él un jueves después de regresar de la hora de la comida y le dijo amablemente:
—El sábado estará presentándose en el teatro de la ciudad una exposición de arte surrealista que me gustaría ver acompañada de ti. ¿Qué opinas?
En ese momento Carlos se atraganto de una bocanada de aire como si hubiera tenido un bocado enorme en la boca y que paralelo al conocimiento de una noticia tan impresionante podía causarle un ahogo, pero solo se trataba de aire. Así que definitivamente quedo impresionado y con la cabeza asintió diciendo “SI” a lo que Karina pregunto:
— ¿entonces?
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Editado: 07.04.2020