Honorine
Me dolía la cabeza, no mentiré. Lo peor de las fiestas era tener jaquecas y terminar en las revistas; yo había logrado ambos resultados.
Soy icónica o soy una completa idiota. Yo me inclino por lo primero, pero el mundo entero —incluida mi familia— prefiere pensar lo segundo.
Golpeaba ruidosamente el suelo del lugar con mis tacones YSL blancos. Eran de Apolline, antes de que terminaran arrinconados en mi armario; solo los uso cuando quiero fingir más valentía de la que en realidad siento.
Dolores me observaba con aquel ademán materno y, a la vez, condescendiente, uno que me provocaba escozor en la piel. Su expresión dejaba implícito un definitivo: «la has cagado».
Estaba raspando el contorno de mis dedos con mis uñas, levantando padrastros y produciendo un leve sangrado. — Déjate las manos — Dolores propinó un leve golpe de advertencia en mi antebrazo. Estiré los dedos sobre la mesa al instante. Estaba tensa; lo sentía desde la punta de la cabeza hasta la punta de mis uñas pintadas de verde eléctrico.
No le quité los ojos de encima, esperando un aliento, una perla de sabiduría producto de sus veintisiete años de experiencia. ¡Algo! Pero mi silenciosa calma duró apenas unos segundos, su imperturbabilidad provocó el final de la mía: yo no sé estar callada; los silencios prolongados simplemente no me van. — Te juro que no quería lastimar a Alex — me defendí inútilmente, levantando un poco la voz con mi clásico «dramatismo adolescente» mientras ella estudiaba el menú con irritante concentración. Para la élite, hasta la condena viene en maridaje. Supongo que las malas noticias saben mejor cuando las sirven en cinco tiempos. — ¿Quién querría lastimar a Alex? ¡Yo no! Para ser sincera, nadie querría lastimar a Alex. El tipo es absolutamente fantástico. No lo digo porque parece Tom Holland y su padre es senador. Alex Hernández dona a refugios de animales, es voluntario en Hábitat para la Humanidad y siempre lleva pañuelos de papel para todos. ¡El tipo es alérgico al maní! Pourquoi voudrais-tu blesser un être à qui l'univers a ôté le plaisir de manger de la crème de cacahuète? (¿Por qué querrías lastimar a un ser al cual el universo le ha quitado el placer de comer crema de cacahuete?) — Solté mi diatriba apresuradamente, apenas tomando aire, como si fuera una maldita alabanza. Nunca he sido famosa por ser austera con las palabras.
— Nadie dijo que hayas tratado de matarlo, pero su padre no está feliz, es todo — Suspiró, tan nerviosa como yo. No era usual que ella viera a mis abuelos. Para sus suegros, era solo la pasante apenas legal que atrapó a mi padre con un embarazo hace cinco años. Ahora estábamos aquí, esperándolos en un costoso restaurante, pareciendo gacelas a la espera de los leones; solo que estas gacelas comen en un sitio de cinco estrellas.
— Lo rescaté, ¿no? ¡¿Quién no sabe nadar a los quince años?! — Hundí mi cuerpo en el asiento, jugando con el dobladillo de mi vestido. Era un Chanel de punto de algodón, largo, tejido y sobrio; uno que buscaba hacerme ver más adecuada de lo que en realidad era, un vestido de «buena chica».
Dolores cerró el menú con una palmada que buscaba reprenderme —seguramente estaba empeorando sus propios nervios—. Aun así, terminó por suavizar su expresión, dirigiéndome una mirada dulce que, sin embargo, resplandecía con un letrero de «te lo dije» en el interior de sus pupilas. — Posiblemente el senador estaría feliz si su hijo no hubiera caído de un yate, un yate en el que había una fiesta con menores de edad y con alcohol, un yate que curiosamente pertenecía a la nieta de Vito Santorini.
— ¡Detalles! — Gruñí, haciendo volar un rizo teñido de mi frente con el resoplido. Seguro se había escapado de la coleta de caballo que me hice buscando verme menos «Hilton», más «Rockefeller». Dolores alzo una ceja de una forma que denotaba su irritación, me sentí idiota inmediatamente. — No era mi intención... Lo prometo — repetí, bajando la voz, perdiendo mi altanería y dando un pequeño sorbo a mi vaso de cristal.
— Lo sé, Nori.
El maître del restaurante se nos acerca, también agitado. Seguramente le han dicho quién es mi abuelo: que básicamente el hotel, y por ende el restaurante donde él trabaja, le pertenece. Por eso, tiene que ser extra lameculos hoy. — El señor Santorini ha llegado.
Tomé una gran bocanada de aire a modo de preparación.
Veo cómo el gesto de Dolores se oscurece mientras se ajusta el saco y peina mis ondas salvajes con sus dedos. Me inclino un poco ante su tacto. Ella me sonríe, cierra los ojos, buscando animarme, tranquilizarme y, posiblemente, evitar que salga corriendo de ahí o me mee encima.
De repente, María del Rosario y Vito Santorini están frente a nosotras: enteros, firmes y sin una sola sonrisa. No hay un ápice de calidez en ellos.