Ivanhoe
Mi estómago no concluía con sus gruñidos, profiriendo una terminante protesta contra su tonto portador, o sea, yo; concedo que no era tanto por el hambre: el detonante real era la sensación de haber cometido un estúpido desliz.
Ese like que se me escapó.
Yo mismo abandoné mi manto de invisibilidad en un tropiezo; cayó apenas un instante y eso bastó para provocarme un vergonzoso malestar. No me gustaba ese sentimiento pesado de vulnerabilidad, de desnudez torpe; borrar líneas, conversar... eran cosas que iban en contra de mis reglas básicas de supervivencia. Quise gritar al aire «sácame de aquí» en el momento que evoqué aquel descuido digital. Entre la curiosidad y la conversación del lago, la lógica susurraba advertencias: ya me había acercado mucho a la pequeña Diana Nyad y eso era antinatural.
Sé que dije que no tengo Instagram... sí tengo, solo porque Fontine había insistido en que hiciera una cuenta. Sinceramente, no soy la subclase de individuo de redes sociales; ahora más que nunca lamenté el dejarme caer al pozo de la modernidad.
Pretendí aplicar el arte del auto consuelo; la idea de que probablemente no supiera que era yo, de que ese like se perdiera en la explosión de notificaciones que era su vida glamurosa, brindó un alivio ligero, similar a cuando reinicias tu laptop y funciona correctamente de nuevo, pero no duró demasiado.
El comedor, incluso en la mañana, es escandaloso, repleto de movimiento y vociferaciones; es abrumador. La mezcolanza de las batallas por desayunar y ese... like, ¡oh!, producen un nuevo gruñido.
Elevo la mirada del suelo y... unos ojos verdes se encuentran con los míos.
Su postura es tensa, con la espalda rígida contra la pared a un lado de la cafetería; está jugueteando con su celular. Al momento en que nos vemos, ella regala una sonrisa retorcida que se percibe agitada. Es inesperado en un principio; al instante, simplemente filosofo que no importa si tienes una Amex negra: la cafetería escolar da miedo.
—Buenos días... —enhebro en tono bajo; con un giro de cabeza veloz me cercioro de que nadie descubra nuestra conversación. La señorita Santorini y el becado; es risible.
—Hola.
A la par que ella saluda de vuelta, guarda su celular con un doblez ágil en el bolsillo de su blazer. Como el observador y antropólogo social amateur autonombrado que soy, noto que está fastidiada. Oculta sus manos; presumo que desea calentarse un poco, pues las mañanas suelen ser demasiado frías. Seguro aún piensa que está en California; debería usar guantes o, mínimo, esas cosas térmicas que usan las mujeres debajo de la falda; los trajes de baño y minifaldas no son la mejor opción cuando estamos a diez grados centígrados.
—Lo siento —por algún motivo, seguramente psicológico, reconozco mi gusto por cómo suena esa frase y lo fácil que brota de ella—. Le mandaba mensajes a mi novio; desde que llegué aquí no hace más que responderme con tuits raros y emojis.
¿Novio? Claro que ella tiene novio. ¿Cómo no lo tendría? Arrojo ese dato a mis archivos mentales.
—¿No son las diez allá?
—Sí, aunque Darmont suele dormirse a la una de la mañana, entonces no veo por qué no puede contestar con algo más sustancioso que una carita de payaso.
Él novio se llama Darmont... anotado.
Comprendo ese sentimiento, más de lo que deseo aceptar. Jamás imaginé que ella, de entre todas las personas del mundo, pasaría por lo mismo que yo. Deberíamos iniciar una moción, una legislación que obligue a la gente a escribir al menos dos palabras entre cada emoji. Como no estamos en el nivel de charlar sobre su relación, y tampoco creo que haya posibilidad de que ella y yo entablemos ese tipo de vínculo, abandono las pretensiones políticas a la brevedad.
—¿Hoy no nadaste en el lago?
Mudo nuestra charla; la misión es descubrir si sabe sobre el like y, si lo sabe, rogar perdón. Ya me imagino su cara de asco y las burlas de las que sería objeto si se lo dijera a alguien; ella, en contraste, relaja los hombros levemente.
—¡Shhhh! No lo digas tan alto, la KGB podría estar escuchando —simula silenciarme aunque ríe; al hacerlo, se le marcan los hoyuelos.
—La KGB era de la Unión Soviética, no de Italia —corrijo, aunque es imposible no sonreír ligeramente ante sus ocurrencias.
Guiña el ojo meneándose contra la pared.
—Eso quieren que tú pienses.
Pasamos en silencio unos segundos que acarician lo embarazoso y a la vez lo cómplice.
—Hablando de la KGB, ayer pasó algo gracioso. Estaba viendo mi celular en clase y...
Honorine solo esboza una maliciosa sonrisa, agitando el dispositivo frente a mis ojos.
¡Lo sabe! ¡Claro que lo sabe!
Imagino las burlas: los «a Ivanhoe le gusta Honorine» para ser contestados con un «nadie quiere a Ivanhoe».
—¿Tienes Instagram? —La muy sádica tiene la falta de respeto de verse divertida al formular esa pregunta—. ¿Me stalkeaste? Es eso o eres un agente de la KGB que me espía.
—Sobre eso... —Suspiré. Supongo que no tengo más opción que explicarme—. Veía tu perfil y... estaba lavando, le di like sin querer, lo lamento.