Desperté en la sala de espera del hospital con la voz de Ana haciéndome eco en los pensamientos. Eran las tres de la mañana y hacía treinta minutos que habían terminado de evaluar el estado de Clarisse. Estaba bien, pero era impresionante ver como había tubos atravesando su nariz y soportes alrededor de su cuello, sosteniendo las fracturas. Todo al compás del pitido de las maquinas que la monitoreaban. Ni siquiera esta situación le quitaba el aura pacífica que siempre la envuelve. No parecía ni la mitad de lo inconsciente, golpeada y destruida que podía observarse, solo dormía tranquila. Entonces pensé en el cuerpo de Ana aparentemente sin vida sobre una camilla. El mismo cuerpo que abracé y enterré horas más tarde, sentí pena por mi hermana, porque si no estaba en mi mano evitar que algo malo le pasara, al menos me hubiera gustado verla en el lugar de Clarisse: demacrada, pero viva.
—Sam, —dijo Francis en voz baja para que nadie más que yo pueda escucharlo— hay un taxi esperándote fuera del hospital, si no te es molestia, ¿puedes traer de la casa ropa para ella y algo más que creas necesario? —su rostro pareció haber envejecido de golpe. Eran claros los motivos de su agotamiento y preocupación.
—¿Dónde está Jullie?
—Está en la casa, Sam. Dejé a alguien a cargo de ella hace unas horas. ¿Puedes hacer lo que pedí?
En efecto, al salir del hospital había un taxi esperando por mí. Él ya sabía la dirección y cuando llegué a la casa encontré a una mujer durmiendo en la habitación de la niña. Salí despacio de ahí, evitando despertarlas. Cuando tuve las cosas necesarias para Clarisse —además de tomar algunas otras para que Francis estuviese más cómodo— subí al mismo taxi, me esperaba a las afueras de la casa y regresé al centro de la ciudad para entregárselo todo. Fui testigo de como Francis se secaba las lágrimas mientras se aferraba a la mano izquierda de Clarisse y le susurraba que no lo dejase, y por ello se justificaba.
“¿Quién cuidará de mí si no te quedas, eh? No te vayas tú también.” Decía y luego la besaba en la frente, lo hacía como si ella en su descanso lo escuchara.
—¿Debes trabajar mañana? —preguntó.
—Sí.
—Entonces vete a descansar, yo me encargo de Clarisse.
—¿Qué hay de Jullie?
—Yo me encargo de todo. —Tenía la mirada perdida. — Vete a descansar.
Buscaba dentro de sí mismo una autoridad que no era capaz de demostrarme y a causa de eso terminó cerrándose, evitando el contacto visual conmigo. Conozco esa impotencia y tuve miedo porque supe que él también lo sentía. Su control se calló por la borda y mientras Francis juega a la familia feliz y organizada, yo me apuesto la cabeza, sola, delante de Adán Marshellie. A las afueras del hospital hay instalados teléfonos públicos, marqué la serie de números que trabajaría más tarde en memorizar y llamé a Nicolai. Alguien debía ayudarme a no ser la siguiente en volar por los aires.
—¿Qué cosa?
—¿Interrumpo algo importante?
—Sí.
—¿Algo muy, muy importante?
—Son las cuatro de la mañana, Cavalcanti, ¿captas la indirecta?
—Lo siento, no he medido el tiempo…
—¿Por qué llamas desde un número público? ¿Ha sucedido algo, dónde estás?
—Estoy a las afueras del hospital, Nicolai. Necesito que tengamos una conversación.
—¿Estás bien?
—Sí, yo lo estoy. El problema es que no sé por cuanto tiempo podré decir lo mismo.
—Ya entiendo todo. Dime qué quieres.
—No quisiera dar detalles por aquí. ¿Tienes alguna hora libre?
—Todas las que necesites y cuando las necesites, María.
—Está bien, yo te llamaré para vernos.
—Siempre estoy pendiente al teléfono. Llama con confianza.
La línea se cortó después de eso. Fui a casa en el siguiente taxi que pasó.
Pasé toda la mañana enloqueciendo y tratando de soportar a la mujer que cuidó de Jullie. No me dejó acercarme a ella, o prepararle la comida, jugar o hablarle. “Recibí órdenes” dijo. “¿Esas órdenes incluyen que no me dejes estar con ella?” “Sí” Contestó.
Para las tres y media de la tarde ya le había gritado dos veces a la mujer y me hacía masajes mentales para relajarme. Ella me había gritado también. No llamé a Francis por respeto al estado de Clarisse. Salí de la casa para ir al trabajo, no sin antes quitarle a Jullie Rose de los brazos a la cuidadora, quien la soltó sin hablar cuando entendió que yo no cedería hasta tener un contacto con ella. La soltó porque si no lo hacía iba a acabar lastimándola y asustándola. Le di un beso en la frente a mi niña, ella me dio un abrazo y le prometí que le llevaría dulces. La mujer me observó desaprobando hasta mi manera de andar y por fin llegué al trabajo. Morí varias veces en el transcurso, pero cuando fui a la habitación de Erick para iniciar la sesión vi que Adán no estaba. De hecho, no sabía nada de él desde la noche anterior.
—¿Debemos esperarlo?
—Para nada —dijo el niño, y parecía gustarle la idea de que su hermano no estuviera revoloteando. A mí también me gustó. Sus malas vibras entorpecen cualquier ambiente— ya eres de confianza.
—¿Qué dices?
—Que a mi hermano le agradas.
A tu hermano le agrada fastidiarlo todo, —pienso— le agrada hacer tratos con narcotraficantes y prostitutas; matar gente. Desaparecer cuerpos, jugar al gato y al ratón de vez en cuando. ¿Pero yo? ¿Por qué iba yo a agradarle a Adán Marshellie?
—¿Por qué crees eso?
—Lo he visto mirarte. —Eso no era bueno en ningún contexto. —Suele sentarse en una esquina de la habitación a jugar con el teléfono mientras el psicólogo me atiende. Pero a ti te ha mirado, fijamente y por mucho tiempo. Incluso ha sonreído un par de veces.
—¿Sonreír? — ¿De cuantas formas me habrá matado dentro de su cabeza?
—Creo que a mi hermano le gustas tú. —Lo dejé seguir— Digo, te ha mirado. Te mira muchísimo, en especial cuando estás ocupada en otra cosa. Creo que le gusta tu perfil.
—¿Qué?
—Es de verdad. Créeme.