En una casa donde las emociones solían alzar la voz, era singularmente fácil no oír a Mary Bennet.
Longbourn no estaba más silenciosa que antes; simplemente lo estaba de un modo distinto. Lydia ya no corría escaleras arriba agitando cartas perfumadas, ni Kitty la seguía entre risitas; la señora Bennet hablaba de nervios, hijas y futuros maridos desde una butaca que conocía sus lamentos mejor que sus remordimientos. Y, sin embargo, el lugar donde Mary terminaba casi siempre era el mismo: el rincón junto a la ventana, con un libro abierto y la incómoda sospecha de ser menos necesaria que un florero.
La luz de la tarde entraba inclinada sobre el salón, revelando el baile leve del polvo en suspensión. Mary había elegido, con la solemnidad de quien se prepara para una empresa respetable, un tratado sobre moral cristiana. Lo sostenía entre las manos como un pequeño escudo. No era que el contenido hubiese dejado de interesarle; era que, después de cierto viaje de Lydia, cierta boda precipitada y cierto cansancio en el gesto de su padre, las frases del libro parecían menos sólidas.
—Mary, hija —la voz de la señora Bennet la sacó de sus reflexiones—, no comprendo qué encuentras en esos libros. Si tocaras más a menudo una pieza alegre, quizá ya estarías casada.
Mary cerró el volumen con cuidado, como si así protegiera a su autora de semejante comentario.
—Procuro mejorar mi mente, madre —respondió con gravedad—. No todo en la vida son bailes.
—Eso lo dices porque nunca has tenido delante un buen oficial —replicó la señora Bennet llevándose un pañuelo a la frente—. ¡Qué desgracia la mía! Cinco hijas y solo dos bien colocadas. Jane, un ángel. Elizabeth, casada con un hombre orgulloso, pero rico. Lydia... —el pañuelo tembló ligeramente— mejor no hablar. Kitty al menos pasa temporadas con los Bingley y se codea con gente presentable. Y tú...
La frase quedó suspendida, más elocuente por incompleta.
Mary forzó una sonrisa fatigada.
—Yo sigo aquí —dijo—. Longbourn siempre necesita a alguien que no esté casado, supongo.
El señor Bennet levantó un instante la vista desde su libro. Sus ojos se posaron en Mary con una mezcla de ironía y algo más suave, casi ternura.
—Nunca subestimes la utilidad de ser la única hija disponible para escuchar los discursos de tu madre —murmuró—. Algún día figurará en los anales familiares.
La señora Bennet suspiró con tal fuerza que, con una pizca más de aire, habría movido las cortinas.
—¡Si al menos tuvieras un poco del carácter de Lydia! —insistió—. Ella sí sabía hacerse notar. Los hombres no se fijan en muchachas silenciosas.
La frase cayó en Mary como una piedra en un pozo. No era nueva, pero esa tarde, quizá por la luz franca que entraba por la ventana, resultó más punzante. Recordó bailes pasados: Jane, hermosa como para convertir cualquier sala en un marco; Elizabeth, ingeniosa, brillante; Lydia y Kitty, revoloteando entre oficiales; y ella, Mary, entre proverbios y partituras, demasiado seria para coqueteos, demasiado poco brillante para ser admirada.
Un golpecito en la puerta interrumpió su reflexión.
—Ha llegado una carta de Netherfield, señora —anunció la señora Hill, el ama de llaves.
Los nervios de la señora Bennet se reorganizaron con sorprendente eficacia.
—¿De Jane? ¡Dámela! —arrebató el sobre con una energía incompatible con sus dolencias autoproclamadas.
Mientras la señora Bennet leía, Mary retomó su libro sin realmente leer. Ya conocía su papel: recibir solo la parte mínima de las noticias.
Al cabo de un momento, su madre exclamó:
—¡Bingley es el mejor hombre del mundo! ¡Y mi Jane, la mejor hija! Van a venir de visita. Jane, Bingley, quizá la señorita Bingley... —hizo una mueca— y lo más importante: Kitty.
Mary sintió una oleada de alegría, inesperada incluso para ella.
—¿De veras? —preguntó, dejando el libro sobre su regazo—. ¿Cuándo?
—En unas semanas. Jane dice que está más tranquila, más pulida, casi una señorita. Eso es lo que hace estar lejos de malas influencias.
Mary evitó preguntar si ella misma figuraba entre esas influencias; no era necesario.
—Me alegro por ella —dijo sinceramente, aunque su madre no la escuchó. La señora Bennet, súbitamente animada por aquella perspectiva, se levantó de un brinco y salió del salón a toda prisa rumbo a las cocinas, resuelta a organizarlo todo antes de la visita de los Bingley, con el natural sobresalto que semejante empeño provocaba en toda la casa.
Cuando quedaron solos, el señor Bennet se permitió reflexionar en voz alta:
—Es sorprendente lo que un ambiente mejor puede hacer por una mente maleable. A veces me pregunto qué habría sido de ti, Mary, con menos sermones y más ejemplos.
Mary se ruborizó.
—He tenido los mismos ejemplos que mis hermanas —dijo—. Pero no soy como ellas.
Su padre sonrió, sin desmentirla.
La tarde avanzó entre los preparativos posibles de su madre y la huida prudente de su padre hacia su despacho. Mary quedó en el salón, intentando leer, mirando por la ventana, pensando en sus hermanas y en su propia quietud.
¿Qué sería de ella? ¿Qué futuro aguardaba a la hija que no era ni bella, ni graciosa, ni escandalosa?
Oyó pasos familiares en el pasillo. Elizabeth asomó la cabeza por la puerta del salón, con su ironía habitual suavizada por un brillo afectuoso.
—¿Puedo entrar, o este es ahora el santuario de tus meditaciones? —preguntó.
Mary se levantó enseguida, sonriendo con calidez.
—No, pasa. Esta sigue siendo tu casa, Lizzie.
Elizabeth avanzó, observando el desorden dejado por su madre.
—La casa siente tu presencia más que la mía —dijo—. Longbourn siempre ha necesitado a alguien que piense, aunque nadie lo pida.
Mary parpadeó, sin hallar respuesta inmediata.
Elizabeth avanzó hacia su hermana con una expresión extraña en ella, pues rara vez se la permitía. Con un movimiento grácil se sentó y anunció:
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Editado: 23.11.2025