Para Mary, los cambios solían llegar como los aguaceros de primavera: sin previo aviso y siempre cuando ella creía tener el día bajo control. Hasta ese momento, la idea de viajar fuera de Hertfordshire pertenecía al territorio de las fantasías educadas, esas que uno tiene mientras hojea un atlas pero que no espera ver realizadas jamás. Por eso, cuando Elizabeth la invitó a sentarse y pronunció la palabra "viaje" con la naturalidad de quien habla de un paseo al jardín, Mary sintió cómo su mente se quedaba inmóvil, del mismo modo en que una cajita de música se detiene cuando alguien cierra la tapa de golpe.
Elizabeth, sin embargo, parecía casi divertirse con el desconcierto de su hermana menor. Había un brillo muy suyo en los ojos, una mezcla de afecto y esa inquieta energía que siempre la impulsaba a mover los hilos del destino ajeno si veía una oportunidad de mejorar una vida.
—No me mires como si te hubiera propuesto que treparas a la chimenea como un deshollinador —dijo, entrelazando las manos sobre el regazo—. Aunque creo que hace falta limpiarla y dudo que Hill se ocupe de ello algún día. Volviendo al tema: Darcy y yo hemos decidido viajar al continente. Francia, Italia y, si el clima lo permite, incluso Grecia. Georgiana vendrá con nosotros. Y queremos que vengas tú también.
Mary parpadeó varias veces. Era incapaz de medir el peso real de las palabras. Europa. Ella. Como compañera de un matrimonio tan admirable y la adorable Georgiana. Por un instante, una voz interior —una que llevaba años dormida bajo el polvo de las estrecheces del hogar— se atrevió a imaginar museos, ruinas antiguas, libros que no estuvieran en inglés, conversaciones que no empezaran con "¿Sabes qué ha hecho Lydia ahora?".
Pero la otra voz, la habitual, la prudente, la que conocía exactamente su lugar en Longbourn, se apresuró a imponerse.
—Elizabeth... no estoy segura de que sea apropiado —balbuceó—. Madre me necesita aquí. Hill me necesita aquí. La casa...
—La casa sobrevivirá sin ti —interrumpió Elizabeth con amabilidad firme—. Y, aunque le cueste admitirlo, madre también. No, no me mires así; lo digo con cariño. Pero no eres prisionera de Longbourn, Mary. Jamás debiste serlo.
El corazón de Mary dio un pequeño salto. No era un sentimiento grandioso, sino más bien el estremecimiento de quien oye un eco familiar en un lugar inesperado. Porque, en efecto, nunca lo había dicho en voz alta, pero había días —solo algunos— en los que Longbourn le pesaba como si estuviera construida de piedra en lugar de ladrillo.
—No sé si sería... útil —retrató, más por costumbre que convicción—. Jane brilla en sociedad, y tú... tú haces que las conversaciones cobren vida. Georgiana posee más gracia de la que yo tendré jamás. ¿Qué podría aportar yo en ese viaje? No sabría qué decir en los salones de la gente, a los cinco minutos lamentarás haberme invitado.
Para su sorpresa, Elizabeth no rió. Ni la contradijo de inmediato. Más bien la observó en silencio, como quien intenta localizar un origen subterráneo antes de reparar la grieta.
—Mary —dijo al fin—, no quiero que vengas porque seas "útil". Quiero que vengas porque eres parte de mi familia. Y porque —añadió con un tono más suave aún— creo que te hará bien ver el mundo sin mediadores.
Mary sintió que el salón se achicaba a su alrededor. No por incomodidad, sino por la magnitud del gesto. Era la primera vez que alguien expresaba un deseo tan claro de tenerla cerca. La idea la desbordaba.
Elizabeth continuó:
—Estaremos fuera varios meses. Queremos viajar sin apuro, pero también queremos ver algo del mundo antes de volver a nuestra casa. Fitz y Georgiana están encantados con la idea de tenerte con nosotros en ese viaje.
Aquellas palabras, tan simples y tan inesperadas, hicieron que Mary apartara la vista. No sabía dónde poner las manos. Ni cómo sostener tanto halago sin sentir que iba a derramarse por las costuras.
—No estoy segura de ser la clase de persona que viaja —susurró.
—Nadie lo está la primera vez —replicó Elizabeth—. Excepto Lydia, claro, pero ella no cuenta: habría viajado a Escocia por una cinta de color nuevo.
Una risa escapó de Mary antes de que pudiera contenerla.
Elizabeth la señaló con el dedo, triunfante.
—Ahí está. La verdadera tú. La que no sermonea, la que puede reir sin pensarlo dos veces.. Esa Mary es la que quiero llevar a recorrer Europa.
Mary bajó la mirada hacia sus propias manos, constatando que temblaban ligeramente. La idea del viaje se había instalado en su pecho como una campana que resonaba con cada latido.
—¿Y... cuándo partiríamos? —preguntó, casi sin darse cuenta de que ya había cedido.
Elizabeth sonrió como si hubiera estado esperando exactamente esa pregunta.
—En dos meses, quizá tres. Tiempo suficiente para que madre haga de todo esto un drama y, finalmente, acepte. Darcy se ocupará de lo demás.
Mary asintió muy despacio. No porque hubiera tomado una decisión firme, sino porque, por primera vez, imaginaba que era posible.
Elizabeth se levantó, le dio un pequeño apretón en el hombro —un gesto tan raro entre las dos que valía por un abrazo entero— y dijo:
—Todavía no vamos a anunciarlo. No tienes que decidir ahora. Pero piénsalo. El mundo es mucho más grande que Inglaterra, aunque nuestra madre se empeñe en lo contrario. Y hablando de madre, ¿donde está ella? Voy a buscarla, le encantará saber las últimas noticias que tengo sobre Lady Catherine...
Cuando Elizabeth salió del salón, el silencio regresó como un invitado conocido. Pero ya no era el mismo.
Mary abrió el libro que tenía sobre el regazo, miró el índice... y descubrió que no le apetecía leer ninguna de las máximas.
Cerró el volumen.
Se levantó.
Se acercó a la ventana.
Y, sin saber exactamente por qué, apoyó la mano en el cristal como si quisiera confirmar que, más allá del jardín, los campos, los caminos, existía realmente ese mundo del que Elizabeth hablaba.
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Editado: 23.11.2025