La noticia del posible viaje de Mary no tardó en filtrarse por Longbourn. Bastó una frase inocente de Elizabeth en presencia de Hill, y en menos de una hora la señora Bennet resonaba por toda la casa como un gong emocional.
Mary lo supo antes de oírla: el suelo empezó a vibrar levemente, señal infalible de que su madre había cambiado de opinión tres veces seguidas. Cuando la puerta del salón se abrió, Mary ya estaba preparada para cualquier tono: júbilo, espanto o tragedia. La señora Bennet, sin embargo, optó por una mezcla.
—¡Mary Bennet! —exclamó, sosteniéndose el pecho con una mano y una servilleta con la otra—. ¡Dime que no es cierto que quieres dejarme! ¡Abandonarme! ¡Irte al extranjero a tierras desconocidas, donde los franceses comen ranas y los italianos gesticulan peligrosamente!
Mary respiró hondo y respondió con verdades a medias:
—No he dicho que quiera irme de tu lado, madre. Solo estoy... considerando que podría ser bueno para mí viajar con Elizabeth.
—¡Considerando! —repitió la señora Bennet, que podía convertir cualquier palabra neutra en un presagio—. ¡Considerando dejar esta casa justo cuando más falta haces! ¿Quién me escuchará cuando me duelan los nervios? ¿Quién tocará el piano cuando tengamos visitas? ¿Quién...?
—Madre —interrumpió Mary, con una tranquilidad que apenas sentía—, nunca quieres que toque el piano. Siempre dices que altera tus nervios...
La señora Bennet parpadeó, desarmada por la veracidad del dato.
—Bueno, no cambies el tema —retrató enseguida—. ¿Qué puede haber en África que sea mejor que Londres o Netherfield? No entiendo ese deseo de Darcy de llevarse a mis niñas a tierras salvajes.
Mary iba a responder, pero entonces apareció su padre en el quicio de la puerta, con el aire del hombre que ha escuchado suficiente y tiene listo un comentario que puede irritar a su esposa o salvar a su hija según se mire.
—Mi querida esposa, ¿no cree que Mary merece salir y ver gente de su edad? —dijo con suavidad afilada—. Tus nervios se han calmado bastante desde que Lydia y Kitty no están alborotando la casa. Además, pasas tanto tiempo escribiendo a Jane y a Lizzie que la pobre Mary se aburre en el salón sin nada que hacer.
La señora Bennet lo miró con indignación.
—¡Eres el padre menos colaborador de Inglaterra!
—Y aun así, aquí sigo —respondió él, entrando en la sala—. Mary, hija, ¿te gustaría viajar?
Mary abrió la boca... y la volvió a cerrar. La pregunta era demasiado directa, demasiado grande. En su cabeza, la respuesta cambiaba cada hora.
—Sí. No, bueno... No lo sé —admitió—. Quisiera estar segura que ese viaje será positivo... pero no sé. Creo que tengo un poco de miedo de las cosas que no he hecho nunca.
El señor Bennet asintió, satisfecho.
—Una respuesta honesta. Algo muy poco común en esta casa.
La señora Bennet suspiró teatralmente.
—Si al menos Lydia estuviera aquí, sabría qué decir. Lydia siempre fue valiente.
—En eso estamos de acuerdo —intervino Elizabeth, entrando en ese momento cargada con un objeto envuelto en papel de seda—. Lydia era muy valiente. Desgraciadamente, también era valiente en las direcciones equivocadas.
La señora Bennet se llevó una mano a la frente.
—No quiero hablar de eso —declaró—. Me provoca jaquecas.
Elizabeth ignoró el gesto y se volvió hacia Mary.
—Te traje algo —dijo, extendiéndole el paquete.
Mary lo tomó con cuidado. Parecía algo liviano. Lo abrió con la delicadeza de quien teme encontrar dentro una responsabilidad inesperada.
Era un cuaderno de tapa azul oscuro. En la portada, en letras doradas, se leía: "Notas de Viaje".
El corazón de Mary dio un vuelco como si hubiera reconocido su nombre en una multitud.
—Pensé que podrías... escribir lo que veas —explicó Elizabeth—. Lo que pienses. Nadie más lo leerá. Es solo para ti.
Mary pasó un dedo por la tapa. Aquellas palabras —Notas de viaje— tenían un peso casi simbólico. Por primera vez, imaginó no solo el viaje en sí, sino la posibilidad de que sus pensamientos valieran lo suficiente como para abarrotar páginas enteras.
La señora Bennet, que observaba la escena con una mezcla de confusión y celos maternales, suspiró de nuevo.
—No sé para qué querría Mary escribir nada —murmuró—. Jane escribe cartas hermosas. Lizzy, tu tienes opiniones ingeniosas. Pero Mary... Mary siempre fue tan seria...
—Precisamente por eso —interrumpió Elizabeth—. Tiene más guardado que todas nosotras.
El comentario cayó en la habitación con un silencio respetuoso. Incluso el señor Bennet bajó la mirada un instante, como si acabara de comprender algo que llevaba años frente a él.
Mary cerró el cuaderno con manos temblorosas.
—Gracias —dijo, sin saber cómo meter todas sus emociones en una sola palabra.
Elizabeth sonrió.
—Tómate tu tiempo para decidir. Pero si eliges venir, Mary, te prometo algo: no te quedarás en ningún rincón.
La frase, tan sencilla, avivó algo en Mary que creía inalcanzable: la esperanza de una vida fuera de esas paredes.
Esa noche, mientras el resto de la casa dormía, Mary encendió una vela y abrió el cuaderno por la primera página. La punta de la pluma temblaba sobre el papel. Durante un largo minuto, no escribió nada. Sentía el peso de empezar algo nuevo, irrepetible.
Y finalmente, con una mezcla de miedo y emoción, trazó las primeras palabras:
"Quizá el mundo sea más amplio de lo que imaginé."
Cuando sopló la vela, Mary tuvo la extraña impresión de que la habitación era la misma... pero ella no. Y que, tal vez, la decisión ya estaba tomada aunque todavía no hubiese pronunciado un sí.
El viaje no había comenzado.
Pero Mary Bennet ya había dado su primer paso.
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Editado: 23.11.2025