Mary Bennet, por fin

Capítulo IV - Preparativos y nervios

Durante los días siguientes, la idea del viaje se instaló en la casa como un huésped que nadie había invitado, pero que todos comentaban. Mary intentaba seguir su rutina habitual —leer, practicar escalas cuando su madre no estaba, caminar por el jardín—, pero Longbourn parecía conspirar para recordarle a cada instante que un mundo entero estaba a punto de abrirse o cerrarse ante ella.

Hill, el ama de llaves de la casa, interrumpía sus tareas a menudo para observar a la joven con una mezcla de orgullo y preocupación materna; las criadas cuchicheaban que "la señorita Mary se va a volver toda una dama del continente"; la señora Bennet pasaba de la histeria al alivio con la velocidad de un péndulo mal ajustado. Y Mary, atrapada entre tantas opiniones ajenas, se sentía como quien oye el rumor del mar sin haberlo visto nunca.

Una mañana, mientras buscaba un libro en la biblioteca —la pequeña, la de uso familiar, no el retiro sagrado del señor Bennet—, su padre entró sin hacer ruido. Mary se sobresaltó.

—¿Te asusto, hija? —preguntó él, con un tono que sugería que lo consideraba un éxito menor.

—Solo un poco —respondió Mary, atrayendo el libro que tenía en las manos hacia su pecho—. Me desconcentra pensar en tantas cosas a la vez.

El señor Bennet se instaló frente a ella, apoyado en su bastón. Tenía la expresión del hombre que, deseando conversar, teme que la conversación lo obligue a sentir más de lo que se considera prudente en la vida diaria. Longbourn era muy propicio para las bromas y las observaciones irónicas, pero menos para la sinceridad.

—Elizabeth ha venido a verme esta mañana y estuvimos hablando de ti —dijo finalmente—. Cree que el viaje te hará bien. Yo también lo creo.

Mary bajó la mirada, siguiendo con la vista el borde de una página.

—¿No teme que... cambie demasiado?

Su padre dejó escapar una risa suave, casi imperceptible.

—Temo más bien que no cambies nada —replicó—. Has pasado demasiado tiempo intentando ordenarte a ti misma como si fueras un sermón. Me gustaría verte cometer algún error glorioso. Uno solo. Para variar.

Mary sintió una oleada de confusión. Era difícil decidir si debía agradecer o indignarse.

—Ve, Mary. No por Elizabeth, ni por mí. Ve por ti. Vuélvete interesante incluso para ti misma.

Y se fue, con la ligereza de quien deja caer una verdad y huye antes de ver el impacto.

El siguiente sobresalto llegó al día siguiente, cuando una carta de Netherfield fue anunciada por Hill con la solemnidad que solo aplicaba a tragedias, nacimientos y visitas inesperadas del señor Collins.

Mary estaba en el salón. La señora Bennet, ya instalada en su butaca habitual, exclamó:

—¡Es de Jane! ¡Hill, tráela inmediatamente! Si Jane vuelve a retrasar la visita, me desmayaré en este instante.

Hill, que conocía de sobra el teatro de su ama, entregó la carta sin demostrar entusiasmo.

Mary observó a su madre rasgar el sobre, leer con rapidez y abrir mucho los ojos. Ese gesto podía significar dos cosas: alegría extrema o catástrofe social. Era imposible diferenciarlas.

—¡Van a venir! —gritó de pronto la señora Bennet—. ¡Jane y Bingley estarán aquí mañana! Y... —buscó la siguiente línea— ¡Kitty también!

Mary sintió un vuelco extraño, mezcla de alegría y punzada incomprensible. Kitty volvería. Su hermana, tan moldeable, tan necesitada de atención, tan distinta a ella... Y, sin embargo, en ciertos aspectos, tan parecida: Kitty también había sido, durante mucho tiempo, una causa juzgada con indulgencia o impaciencia; ahora regresaba transformada, con un futuro más ordenado.

Había mucho que observar y quizá algo que aprender.

Elizabeth entró justo a tiempo para oír la noticia, con una sonrisa franca.

—Será bueno para todos —dijo—. Jane quiere ver a la familia, y Kitty ha mejorado muchísimo. Creo que te sorprenderá.

Mary bajó los ojos.

—¿Mejorado... cómo?

Elizabeth adoptó su pose característica de anuncio alegre.

—Ya no tose nerviosamente cada vez que se menciona un oficial, ni estalla en risitas molestas porque sí. Eso solo por empezar: ¡ahora tiene momentos de silencio! Nunca pensé que pudiera escuchar a alguien por dos minutos sin interrumpir. Y además, Bingley y Jane la han recibido de forma tan cálida que... bueno, Kitty parece otra persona.

"Parece otra persona."

La frase quedó suspendida en el aire como una advertencia amable.
¿Y ella? ¿Mary? ¿Seguiría siendo la misma cuando el mundo comenzara a moverse bajo sus pies?

El resto del día pasó entre preparativos que Mary observó más que compartió. Su madre revisó inventarios de lencería como si preparase la recepción de una duquesa. Hill distribuyó órdenes con la paciencia de una mártir y la eficacia de alguien que ya no espera ser escuchada. Los pasos de Elizabeth iban y venían, ligeros y llenos de propósito.

Mary se sintió, en medio de ese pequeño torbellino doméstico, como una figura colocada en un lugar ligeramente equivocado: presente, pero desplazada.

Esa noche no pudo dormir. Abrió su cuaderno azul, que descansaba sobre la mesa, y lo encontró detenido aún en la segunda página.

Tomó la pluma. La tinta tardó un instante en asentarse.

"Kitty regresa. Y yo aún no sé quién soy cuando no estoy comparándome con mis hermanas. Quizá el viaje sea una oportunidad de conocer gente nueva. Tengo curiosidad. Tal vez eso baste por ahora."

Escribió con letra más contenida de lo habitual; había en ella menos confesión y más intento de claridad. Al dejar la pluma, Mary sintió un alivio leve pero reconocible, como si hubiera formulado por fin una idea que llevaba tiempo esperándola.

La vela se consumía lentamente, y en ese descenso tranquilo, Mary percibió que su rutina estaba a punto de desordenarse de manera irrevocable.

Y así era, mis queridos lectores, así era. ;)




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