Más allá de la divinidad

II. Nefelibata


La Tierra : Año 713, D.M

94 horas previas al Fuovlem
Vicus

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¿No comprendes? —El incesante chasquido del corazón palpitante retumbó en los entumecidos oídos. La voz de mi madre, lejana, me arrancó del universo nocturno y depositó con fiereza en el orbe terrenal—. ¡Nadie nunca escapará! ¿Por qué podríamos ser la excepción? —Percibí como Shirlk (1) crujía a medida que mis ascendientes se desplazaban sobre él.

Tú sabes por qué... —El temblor en su voz era inevitable.

—¡No! ¡Repudio todo aquello que los incluya! —El impacto causado por el guantazo seco ensordeció la estancia. Mi madre jadeaba cansinamente—. No ascenderemos, no lo permitiré.

Envolví las túrbidas sensaciones en la gabardina azul, sumergí mi alma en la espesura de la oscuridad plena y anhelé, esa misma noche, aflorar en un mañana distinto.

Uno mejor.

Lòu, por favor... —Hen gimoteaba, exasperado—. Sólo, escúchame, te lo imploro —clamó por última vez.

—¡No! —Mi progenitora soslayaba, irascible—. ¡No!

Obstruje mi audición torpemente con ambas palmas húmedas; por desgracia, comprendía que era lo que seguía.

—¡¿Hace cuánto no las ingieres?! —espetó mi padre con rudeza— ¡Lòu! —Percibí como su respiración entrecortada luchaba por estabilizarse.

El silencio tibio, por su parte, engullía solemne las partículas de polvo que sobrevolaban nuestros impávidos sentidos.

—¿Hace cuánto? —insistió. Su voz, ahora suave, rozaba el indolente brío de la consorte.

¿Hace cuánto? susurró, esta vez, la fémina. Más para sí misma que para el individuo que la circundaba.

Imaginé su precioso vestido albo teñido de carmín.

—¿En realidad deseas saberlo? —Produjo una nimia pausa y tiñó su timbre de ímpetu—. ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Me liquidaría cien veces antes de consentir tal iniquidad!

Escuché a mi procreador proporcionar un ligero traspié.

¡Basta!
por favor...

<<Sopórtalo, no declines>>, pensé.
Un segundo más,
un día más,
un año más.
Una vida más.

¿Quieres decir...Que tú, tú, jamás? —ahogó un clamor; percibí como sus pálidas rodillas flaqueaban incesantes, para finalmente abandonarse.

Un segundo impacto atribuló la estancia.

¿Papá?

Salté con presteza y me deslicé en su búsqueda. Henry Retter yacía, rígido, sobre el crepitante pavimento.

Ambas mejillas, embermejecidas, coronaban el taciturno semblante. La fémina examinaba con oportuna abstracción su extremidad superior.

— Madre...¿Papá, él, está...? —Las palabras rebotaban en un inasequible océano de sollozos—.¿Él...está bien?

Su desorbitada óptica susurraba, sosegada, socorro. Sus labios, finos pero crueles, desdeñaban asistencia alguna.

Melinòe... —Nuestros orbes austeros se encontraron, y por un sucinto instante, percibí como aquel aura granate que abrazaba su enmarañado ser, mitigaba.

Melinòe, retírate, por favor —musitó.

Me perdí respirando con dificultad un hálito oscuro de humedad y resiliencia. Procuré rozar su brazo suave; no obstante, mi tacto ahuyentó con celeridad su tórrida figura.

Mamá, mami —balbuceé tibiamente—. Pretendo ayudar, si tan solo permitieras... —Me encogí al examinar sus níveos nudillos, los estrujaba; furibunda, posó los gráciles dedos sobre mis mejillas.

Lágrimas brotaban de sus inestimables cristales áureos, comprimió mi piel con vigor, clavó las uñas blancas y modificó la intensidad. La punzada de dolor recorrió el rostro y sacudió mis entrañas, dos finas gotas carmesí resbalaron y humedecieron la bata. Súbitamente, la presión ejercida cesó; Lòu examinó acongojada la espina que surcaba mi rostro. Retrocedió con celeridad, sus brillantes esferas distinguían horrorizadas el escarlata sombrío que teñía mi lívida tez.
Se estremeció al avizorar sus palmas desnudas, aún pinceladas de ígneo resplandor. Las ocultó con agilidad tras el ataviado indumento.
La áspera distancia que nos alejaba acentuaba a medida que los segundos marchaban; el silencio, ególatra, sofocó nuestras voces.

Oh, no

Camuflé, desmañada, la rozadura con el atezado mechón; escurrí mis salíferos orbes y tanteé una prolija, pero esponjosa sonrisa.

—Mamá, esta bien, estoy bien —bisbiseé suavemente.

—¡No! —Se apartó con premura— ¿No lo ves? —inquirió recelosa—. Nada...nada lo está. —Me otorgó una sobrecogida y consumada atisbadura. Su contorno se disipó tras eclipsar bajo la sombra de las astrosas persianas.

 

¿Qué acaba de ocurrir?


 

Me plegué sobre las rodillas y palpé el exánime semblante del castaño. Percibí como mis palmas empapadas liberaban endebles espasmos. Ignoré la constante presión en el pecho y repartí marchitos golpes sobre su tórax. A cuenta de la ineficaz premiosidad de mi accionar, procuré rociar una exigua cantidad de líquido hidratante sobre sus débiles facciones.

Las palpitaciones retumbaban, estentóreas, en mis oídos.

No era la primera vez, aun así, jamás excedió a este punto.




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