Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 1

Durante mucho tiempo creí que la "verdad" era simplemente lo que me rodeaba. Pensaba que lo que veía, lo que vivía, era todo lo que existía. Mi mundo giraba en torno a una única realidad... una realidad que, sin saberlo, me había sido impuesta.
¿Y cuál era esa verdad?
De eso se trata mi historia. De una vida milenaria e infeliz, marcada por la eternidad, la obediencia y el dolor.

Durante siglos fui considerada la más esbelta, una deidad adorada por los mortales. Una figura de perfección y poder. Me mantuve al margen, fiel a lo que creía correcto, sin imaginar que esa misma creencia me llevaría a un final peculiar. Un final que ninguna diosa, por más poderosa que fuera, podría prever.

Hace miles de años se formó un Consejo Supremo, compuesto por cinco ancianos con la autoridad de juzgar a las deidades más poderosas de los tres reinos. Ellos decidían el destino de los dioses y sellaban sus designios como parte de una antigua profecía.

—¿Están conscientes del propósito de esta reunión?

La voz del anciano líder resonó en el salón de piedra blanca, en el corazón de Wangzhan, el portal entre los tres reinos. Frente a él, tres deidades supremas aguardaban en silencio. No eran simples inmortales: eran hijas del equilibrio, creadoras del orden, capaces de alterar el destino con una palabra.

La mayor dio un paso al frente y respondió con determinación:

—Sí.

Sus hermanas, de pie a su lado, la miraron con desconcierto. Una de ellas susurró, intentando no romper el protocolo:

—¿Qué estás haciendo? Eso no fue lo que acordamos.

Ella sostuvo sus miradas y dijo con firmeza:

—Lo sé. Pero es la única manera de ser libres... libres de verdad.

En aquel entonces, mi concepto de libertad era simple: volar sin las cadenas de fuego en mis muñecas. Vivir sin miedo, sin cargas. Eso era lo que deseaba para nosotras.

—Por favor, piénsalo mejor —insistió Yun, la del centro—. Estás aceptando algo que no nos corresponde.

—Es la única salida.

—No es cierto. Existen otras opciones. Por favor...

Yun tenía razón. Había muchas formas de alcanzar la libertad. Miles, incluso. Pero ninguna como la que el consejo nos ofrecía. Y sí, lo sabíamos: para cualquier dios, esa misión era suicida. Pero también era la única forma de romper con la maldición que día tras día consumía a más almas inocentes.

—Por favor... hazlo por nosotras...

La joven de túnicas blancas cerró los ojos y suspiró.

—Es por nosotras que lo estoy haciendo.

Levanté la mirada y me dirigí al anciano que presidía el consejo. Aunque su rostro estaba cubierto por una capa que sólo dejaba ver su boca, lo miré fijamente. Penetré en su mente y compartí mis recuerdos con él: la imagen de mi madre, la severidad de mi padre, las risas de mis hermanas, mis años de entrenamiento, los castigos, las lágrimas... y la promesa que me hice a mí misma de cambiar el sistema corrupto de ambos reinos.

La sala cayó en un silencio sepulcral. Solo dos jóvenes, de apariencia humana pero con presencias poderosas —Shangdi y Mingjie—, se miraban con inquietud. Ambos sabían lo que vendría. En aquella reunión estaban presentes representantes del Reino Celestial, del Reino Mortal y del Reino Demoníaco. Todos sabían que si las tres aceptábamos el veredicto, significaría una cosa: Caos.

Y nadie en el universo quería perderse aquel momento. El juicio de tres deidades supremas no ocurría cada mil años.

Me giré hacia mis hermanas.

—Lo siento, hermanas. Lamento arrastrarlas a esta decisión. Pero es la única forma de acabar con este infierno. Solo imaginen una vida sin oscuridad, sin miedo. Una vida en la que podamos ser verdaderamente libres. Juntas.

La menor rompió en llanto y me abrazó con fuerza.

—Sabes lo que pasará cuando sellen el Rollo... Sabes lo que eso implicará... lo que esperarán de nosotras...

Sí. Lo sabía perfectamente.

—Muy bien —dijo el anciano—. Si están de acuerdo, procederemos con la última petición.

Nos alineamos con solemnidad. La mayor alzó el brazo y nuestras Sinsayas respondieron a su llamado. Las espadas sagradas volaron hasta nuestras manos, y juntas comenzamos a recitar una oración antigua, repetitiva, como un cántico olvidado.

Las espadas comenzaron a brillar.

Los cinco ancianos se levantaron y nos ofrecieron sus manos. Apenas las tomamos, un torrente de poder nos atravesó. El peso era tal que nuestras piernas cedieron, y caímos de rodillas, clavando las espadas en el suelo. Desde ellas emergieron líneas de luz que se expandieron en todas direcciones, grabando un sello dorado que marcó hasta el último rincón de la sala.

Nuestros vestidos ondeaban con violencia, nuestros cabellos se alzaban al ritmo de la energía liberada. Pero solo nosotras éramos afectadas. Para el resto, el ambiente se mantenía estático.

Ese ritual no solo sellaba un pacto. Nos despojaba de todo. De nuestra inmortalidad, de nuestros dones, de nuestra existencia como diosas.

Durante siglos fui adorada, anhelada por demonios y humanos por igual. Fui templo, fui reliquia.

Hoy, me he convertido en la causa de una futura destrucción.




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