—He... lo más seguro es que pierdas —respondió Jin Hao con sarcasmo, arrancando una carcajada del grupo. Sabían que esas probabilidades no eran tan lejanas.
—¡Oigan, lo digo en serio! —se quejó Xiao Ba, indignado.
—Bueno, ya que hablas en serio —intervino Zhao Chen—, supongo que, una vez convertidos en agentes, nos revelarán muchos secretos que por orden imperial no podemos ni siquiera mencionar.
Yin miró a Chuye con curiosidad, intrigada por lo que acababa de decir. Frunció el ceño, procesando miles de posibilidades, hasta que no aguantó más y preguntó:
—¿Como cuáles?
—Pues... por ejemplo, lo que realmente ocurrió en el accidente de la Torre —respondió Chuye—. Nadie sabe qué pasó. Se rumorea que fue un incendio, pero si lo piensan bien, ni los grandes maestros pueden asegurarlo. Es como si... alguien hubiera descendido del cielo y se los hubiera tragado sin dejar cenizas, ni restos, ni huellas. Nada.
—Suena lógico —asintió Yin, pensativa.
—Y no solo eso —continuó Chuye—. También está el eterno y maldito secreto del Rollo Sagrado. Según los registros del palacio, en los últimos quinientos años han muerto miles de monjes y personas comunes relacionadas con ese rollo, solo por ocultar su verdad.
—Chuye, eso son solo rumores —replicó Zhao Chen, escéptico.
—No lo creo —intervino Jin Hao—. Yo también leí esos registros. Sí hay evidencia de esas muertes, aunque, por supuesto, no se molestaron en documentarlas una por una.
—Bah, puros cuentos para dormir. ¿En serio creen en eso de las Portadoras, las Gemas, el Cielo y el Inframundo? Toda esa gente murió porque creyó en algo que nunca existió.
—No te creas tan listo, Zhao Chen —respondió Chuye—. Si algo tan grande no existiera, ¿por qué tanta gente arriesgaría su vida para protegerlo? Estamos hablando de personas poderosas, tanto en magia como en política. No eran idiotas.
—Da igual —dijo Zhao Chen con desgano—. De cualquier forma, eso no nos compete. Es información que no necesitamos.
—¡Claro que nos compete! —insistió Jin Hao—. Vamos a ser los próximos Agentes del Imperio. Lo último que deberíamos ser es ignorantes.
Poco después, llegaron a la ciudad. Se detuvieron en un establo para que los caballos descansaran después del agotador día. Chuye dio instrucciones a los cuidadores para que trataran con especial cuidado al caballo de Xiao Ba, que había sufrido bastante con la caída y, sobre todo, con el peso de su jinete. Aunque no lo decía en voz alta, Chuye sentía un poco de pena por el pobre animal.
Mientras se despedían, un hombre entró al establo. Era de baja estatura, algo corpulento y de edad avanzada. Su rostro mostraba arrugas marcadas alrededor de sus pequeños ojos, y su cabello grisáceo apenas se asomaba bajo un elegante gorro negro. La finura de sus ropas, con bordes exquisitamente tejidos, delataba su posición en el palacio.
Se trataba de Thao, uno de los eruditos imperiales encargados de servir al emperador.
—¡Orden del Emperador! —exclamó Thao, entrando acompañado de varios guardias.
Los jóvenes se miraron entre sí, perplejos. No sabían qué podría querer el emperador a esas horas, cuando el sol ya casi se ocultaba. Los cuidadores del establo se arrodillaron con el rostro contra el suelo en señal de respeto. Los chicos, en cambio, se mantuvieron de pie e hicieron una reverencia formal, extendiendo ambas manos.
—Por gracia de los dioses —continuó el erudito—, el Emperador requiere de la presencia inmediata de los cinco en el palacio.
Sin añadir más, Thao les indicó la salida. Los guardias abrieron paso y los jóvenes caminaron al frente, escoltados por el séquito. Thao los guiaba, solemne.
Al llegar al patio de la casa imperial, Thao se detuvo.
—Esperen la orden del Emperador arrodillados —indicó con voz firme.
Luego señaló a Jin Hao.
—Tu padre te espera primero.
El joven asintió y siguió al erudito, dejando atrás a sus amigos, quienes se acomodaron como les habían enseñado: sobre sus rodillas, las manos unidas a unos centímetros del pecho.
El ambiente era solemne. Silencioso. Tenso.
—¿Y ahora qué hicimos? —susurró Yin.
—No lo sé... pero seguro es algo serio —respondió Zhao Chen.
Yin entrecerró los ojos, como si estuviera atando cabos, hasta que estalló:
—¡Xiao Ba, esto es tu culpa!
—¡¿Qué?! ¿Por qué tendría que ser mía?
—Ibas a cruzar el puente. Seguro nos estaban siguiendo y lo reportaron al emperador. ¿Qué otra cosa podría ser?
—¡Ay, vamos, Yin! No creo que sea eso. Nos aseguramos de que nadie nos viera.
—¿En serio crees que podrías notarlo? ¿Olvidas quiénes somos? Nos vigilan desde que nacimos.
Mientras discutían en voz baja, con cuidado de no ser escuchados por los guardias, el erudito Thao apareció corriendo desde el interior del palacio. Al verlo, los nervios se apoderaron de ellos. Las palmas les sudaban. Las rodillas temblaban.
—Estamos muertos... —murmuró Zhao Chen.