—¿No estás preocupada de que ellos te encuentren?
La pregunta me detuvo en seco. Desde que llegué a la Mansión, había olvidado lo que significaba vivir con miedo, con esa constante tensión bajo la piel, con la amenaza acechando en cada sombra. Pero ahora... ahora me tocaba recordarlo.
¿Preocupada? Quizá.
¿Miedo? Tal vez.
Pero mis miedos no eran como los de antes, no eran por mí. Eran por aquellos que, sin deber estar cerca, el destino se había empeñado en colocar a mi lado.
Podía correr, esconderme, cambiar de nombre o de rostro... pero ellos ya me habían encontrado una vez. Lo harían otra.
Mis temores no eran por la persecución, sino por lo que podría perder en el camino. Por no tener la fuerza de alejarme. Por desear huir y no saber por dónde empezar. Todo eso me atormentaba. El no saber... y el no poder.
—¡Oye, cuidado! —protestó Xiao Ba, frunciendo el ceño cuando mi mano presionó con torpeza el pañuelo sobre su herida.
—Ay, lo siento... —reaccioné al instante, apartando mi mano. Sacudí la cabeza, intentando despejarla, y retomé el vendaje con más cuidado.
—¿En qué mundo andabas metida?
Tomé otro paño limpio, lo humedecí y volví a pasarlo con delicadeza por su herida.
—En ninguno... no importa. Olvídalo.
—No respondiste a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Que si tenías miedo —repitió, esta vez enfatizando la palabra como si esperara desnudarme con ella.
—¿Miedo? ¿De qué?
—Ya sabes... de que ellos descubran dónde estás.
—¿Por eso? No veo necesario gastar emociones en eso.
—¿Que no lo ves necesario? ¡Estás loca!
—¿Y tú estás preocupado?
—Por supuesto —se giró hacia mí con una seriedad inesperada. Nos miramos fijamente—. ¿Qué pasaría si un día te vas... y no regresas?
Su sinceridad me incomodó. No supe si por lo que dijo o por lo que calló. Tiré un poco del vendaje y él soltó un quejido leve, obligándolo a recostarse otra vez.
—No digas tonterías, Xiao Ba. Hablas como si eso fuera inevitable. Sí, admito que podría pasar... pero si ocurre, ya sabré cómo actuar. Aun así, esto es asunto mío. No quiero que te metas.
Después de aplicar el último ungüento, le entregué los frascos con las instrucciones precisas y me aseguré de que recordara cómo usarlos. Quemé los pañuelos manchados de sangre y lo ayudé a vestirse de nuevo, con el máximo cuidado para no arruinar todo mi trabajo.
Cuando consideré que todo estaba en orden, me giré para marcharme. Pero justo al dar el primer paso, sentí cómo unas manos se cerraban alrededor de mis brazos, impidiéndome avanzar.
Me volví y encontré a Xiao Ba sentado, con la mano extendida, sosteniéndome.
—¿A dónde vas, Yin?
Fruncí el ceño al ver su atrevimiento. Él notó mi expresión y soltó mi mano con torpeza, pero sin arrepentimiento.
—Es noche de luna llena. No puedo quedarme en la Mansión —respondí con calma.
—Puedes quedarte si quieres —murmuró.
—No quiero.
Sus ojos se alzaron hacia los míos, mostrando decepción... y algo más que no quise descifrar. Sin decir nada más, me di media vuelta y salí. Llevaba la caja de medicina familiar colgando del brazo izquierdo. Caminé por los pasillos oscuros con sigilo, cuidando de no cruzarme con los guardias nocturnos. El toque de queda ya había pasado.
Mientras avanzaba, sentí una presencia. Una sombra, tal vez. Me detuve. Observé a mi alrededor. Nada. Solo muros, árboles, y el juego engañoso de las sombras danzando bajo la luna.
Esperé unos segundos. Todo parecía estar en su sitio.
Reanudé el paso, ignorando la sensación persistente de que alguien me seguía.
Pero no era un presentimiento. No era paranoia.
Desde las profundidades de la oscuridad, oculto entre los rincones de la Mansión, alguien la observaba. Una figura masculina, alta, vestida de negro de pies a cabeza. Su rostro estaba cubierto por una tela oscura, ocultando toda identidad. Sus ojos, intensos y oscuros, siguieron a Yin hasta que desapareció en su habitación.
Entonces, en silencio absoluto, aquel hombre utilizó su qi para impulsarse por los tejados, alejándose rápidamente. Abandonó la ciudad y se adentró en el bosque.
Allí, en la penumbra húmeda y densa, se detuvo.
Retiró la tela que cubría su rostro. Luego desenvainó su espada y la clavó en el suelo con precisión. Se arrodilló, inclinó la cabeza y comenzó a recitar una invocación, su voz apenas un murmullo entre los árboles.
Pasaron exactamente cincuenta segundos.
Un humo negro y espeso brotó de entre las raíces del suelo, formando una nube que enturbiaba la visión. De allí emergió otra figura masculina, cuya presencia era tan pesada como el silencio que le precedía.
El hombre frente a la espada se postró, rostro contra la tierra.
—Mi señor...