Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 10

Horas antes, en la Mansión Mein, Yin se encontraba en su habitación, sentada frente al espejo, peinando con paciencia su largo y lacio cabello negro. Acababa de curar las heridas de su hermano, y aunque parte de su alma encontraba sosiego en ese acto, no podía apartar de su mente todo lo sucedido durante el día.

Fue, sin duda, un día lleno de logros... pero también de inquietudes. La reunión con el Emperador pesaba sobre sus pensamientos como una sombra al acecho.

—Si el Emperador busca una tregua... ¿por qué no utiliza su poder político? ¿Por qué tiene que jugar con el destino de los demás como si fuéramos piezas en su tablero?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el repentino traqueteo de las ventanas. Una ráfaga de viento irrumpió en la estancia, helada y violenta. El sonido era agudo, persistente... y, curiosamente, no le molestaba. No le afectaba en lo más mínimo.

Se levantó sin prisa, caminó hacia las ventanas, pero en lugar de cerrarlas, fue invadida por un impulso extraño: abrirlas aún más.

Las hojas de papel, flores secas y objetos livianos salieron volando. El viento ingresó con furia, levantando cortinas, desordenando todo a su paso. Pero Yin no retrocedió. Inspiró profundamente. La brisa gélida acarició su rostro, echando hacia atrás su cabello. A lo lejos, los árboles crujían, zarandeándose de un lado a otro, como si danzaran en medio de una tempestad inminente.

Yin permaneció de pie, inmóvil, observando en silencio. Su postura era firme, casi solemne, como si esperara algo.

Entonces alzó la vista hacia la luna.

Estaba en su punto más alto, más brillante... y más fría.

Sabía lo que ocurriría si no se apresuraba. No tenía opciones. Tomó su abrigo y, sin pensarlo dos veces, saltó por la ventana hacia la noche.

A mitad del trayecto, rumbo al bosque, lo sintió.

La transformación comenzaba.

Primero fue una punzada en los pies, como si una quemadura invisible le trepara desde el suelo. Trató de seguir caminando, pero sus piernas comenzaron a temblar, a fallarle. Cada paso era una batalla contra un enemigo invisible. Hasta que, finalmente, cayó.

Apoyó las manos en la tierra húmeda y vio con horror cómo su pie comenzaba a arder. No era fuego... era algo más profundo, más cruel. Las manos también comenzaron a fallarle. Las cerró con fuerza, tratando de resistir. Pero el dolor fue más severo. Se desplomó de lado, sintiendo una corriente eléctrica desgarrarle los nervios.

Su cuerpo se retorció como una serpiente atrapada en su propia piel. Las ramas del suelo se clavaban en su carne mientras se debatía contra el dolor. Necesitaba moverse. Necesitaba alejarse. No podía permitirse ser vista así.

Sabía que si alguien la encontraba, las consecuencias serían devastadoras.

Reuniendo toda su fuerza interior, canalizó su qui esencial. Respiró hondo, se obligó a ponerse de pie, y empezó a avanzar con pasos arrastrados. La tierra mojada se pegaba a sus botas, los árboles parecían observarla desde las sombras.

Después de lo que pareció una eternidad, alcanzó una colina. Lo suficientemente lejos de la capital. Allí se dejó caer, exhausta. Sabía que no podría avanzar más.

Y entonces el verdadero dolor comenzó.

La agonía que antes había logrado contener se desató en su interior como un torrente salvaje. Su vista se volvió borrosa. Sus latidos retumbaban en sus oídos, como tambores de guerra. Pequeñas cicatrices comenzaron a marcar su piel: en los brazos, en el cuello, en el abdomen.

Su sangre hervía, quemándole desde adentro. Sentía que miles de agujas se enterraban en su carne, perforando la frontera entre lo físico y lo espiritual. Su frente se humedeció con gotas de sudor helado, y su cuerpo entero comenzó a temblar.

Era como si su existencia misma se estuviera rompiendo.

Para muchos, esta reacción sería una maldición de los dioses. Para ella, era un castigo. Uno que merecía.

Un castigo que había aprendido a soportar durante cuatro largos años.

Y no esperaba menos.

Era el precio por la sangre que pesaba en su conciencia. Por el dolor que había infligido. Por las vidas que había destruido.

Ella era el dolor.

Ella era el castigo de aquellos que el Amo señalaba.

Y ahora, el castigo era suyo.

Allí, tirada en medio del bosque, bajo la luna que brillaba en su plenitud, Yin comprendió una vez más su fragilidad.

Porque la luna siempre estaba llena... cuando ella sentía que le faltaban pedazos.

La luna siempre brillaba... cuando su interior era oscuridad.

Cada grito de dolor que escapaba de sus labios iba acompañado de una mirada hacia el cielo. La contemplaba. La admiraba. Porque solo en ese momento recordaba su propósito.

Y debía resistir. Solo una noche más.

El dolor se volvió insoportable. Sus gritos eran roncos, guturales, tan intensos que cualquier oyente podría haberlos confundido con el rugido de una bestia herida.

Entonces, lo oyó.

Pasos.

Rápidos. Largos. Urgentes.

—¡Oigan, ya escucharon! ¡Es por aquí!

Las voces la delataron. Estaban cerca.

Muy cerca.

«Parece que... esta será mi forma de morir», pensó, sin emoción.

—Yin... aguanta un poco más... por favor...

La voz era lejana, desesperada.

Yin trató de arrastrarse, alejándose de las pisadas que se aproximaban. Su cuerpo entero se negaba a moverse. Sus músculos estaban contraídos, rígidos. Cada intento de avanzar era una tortura.

Se arrastró hacia un arbusto, tratando de ocultarse.

Pero ya era tarde.

Las voces... estaban aquí.

Y entonces...

Silencio.




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